Amado monstruoAmado monstruoEstá sentado tras una enorme mesa y ni siquiera hace ademán de levantarse cuando entro en el despacho. Se limita a darme la mano. Tiene ojos azul porcelana que armonizan con el color de su corbata, pelo rubio de paja, mejillas sonrosadas y nariz afilada de canónigo intrigante. Su aspecto, en líneas generales, resulta afable. Veremos, sin embargo, qué sucede a partir de ahora. Me invita a tomar asiento, refuerza su sonrisa y se presenta como H.J. Krugger, Director del Departamento de Personal. Habla con un ligero acento extranjero arrastrando las erres y oscureciendo las vocales. Quiere dejar claro desde el principio que los métodos que utiliza para seleccionar a los futuros empleados del Banco son bastante heterodoxos y que nuestra entrevista va a ser bastante larga. Deberé responder a todas las preguntas que me haga, incluso aquellas que puedan parecerme excesivamente íntimas, sin omitir ningún detalle (tampoco los más insignificantes) porque en cualquiera de esos detalles puede esconderse el dato revelador. Tiene mi expediente sobre la mesa, pero me pide que le repita algunos datos personales.
Capítulo I
Llegó, pués, el gran momento. Le digo que me llamo Juan D., que he cumplido ya los treinta años, que perdí a mi padre cuando yo era todavía un niño y que vivo con una madre que me idolatra, pero que me hace la vida imposible.
Krugger consulta brevemente el expediente y pregunta cómo es posible que ni siquiera terminase mis estudios primarios. Le digo que mi madre me sacó de la escuela antes de que cumpliese los ocho años, para librarme de los otros niños, que se complacían rompiéndome los cuadernos y pinchándome con los compases. A partir de entonces, fué ella la que cuidó personalmente de mi educación, siguiendo los mismos libros de texto que hubiese utilizado en la escuela, pero dándoles tal vez una interpretación bastante personal.
Se interesa por mi último empleo. Una pregunta de rigor. Le confieso que no he trabajado nunca y se maravilla de que, en estos tiempos que corren, pueda existir un hombre que haya sobrevivido treinta años sin necesidad de trabajar. Replico diciéndole que no se sorprendería tanto si conociese la obsesión de mi madre por tenerme constantemente pegado a sus faldas. En cierto modo (le digo) ella es la culpable de que no haya trabajado antes.
Empieza a comprender que mi madre juega un importante papel en mi vida. Carraspea, arquea las cejas y enciende un cigarrillo. Quiere conocer las razones que me impulsaron a escribirles. Las páginas de los diarios están llenas de ofertas de empleo. ¿Por qué les elegí precisamente a ellos?
Procuro responder con brevedad y precisión, sin alargarme demasiado. Le digo que la primera razón (y la más importante) fue la imperiosa necesidad de empezar a trabajar, para no continuar viviendo de la sopa boba. Otra razón (que explica por qué les escribí precisamente a ellos) fue el profundo respeto que he sentido siempre por los bancos, a los que considero como una especie de catedrales laicas, como templos de acero y aluminio en los que se premia en este mundo el trabajo y el ahorro de los hombres.
Sacude la cabeza, sorprendido tal vez por mis metáforas, impropias de un hombre que apenas ha ido a la escuela. Tal vez sea la primera vez que oye llamar catedrales a los bancos. Pasado el primer instante de sorpresa, me mira a los ojos, como tratando de descubrir si le estoy tomando el pelo. Le sostengo la mirada sin parpadear, hasta que desaparece su expresión suspicaz. Prosigo diciéndole que les escribí la carta a escondidas de mi madre, mientras ella estaba en la cocina. pero que finalmente descubrió lo que me traía entre manos y que entonces se puso como un basilisco.
¿Por qué? me pregunta cortésmente, entre las azuladas nubes de humo que se escapan de su cigarrillo.
No resulta fácil responder con cuatro palabras y me encojo de hombros. Le veo sonreír levemente, como si aceptase y comprendiese hasta cierto punto las inhibiciones y timideces de los candidatos. Esablece una breve pausa y repite luego que necesita conocer todos los detalles de la vida de los aspirantes a trabajar en el Banco, porque esos detalles (por nimios que parezcan) suelen proyectarse luego ampliamente sobre el quehacer cotidiano, con todo lo que ello puede significar para la buena gestión de cualquier empresa. Añade que, por otra parte, nadie es capaz de distinguir lo pequeño de lo grande sin riesgo de equivocarse y que son precisamente los pequeños detalles los que mejor pueden revelar el verdadero carácter de los hombres.
Javier Tomeo
34
La edición que dispongo, me la ha prestado mi hermano, pues no encuentro la mía; es de Círculo de Lectores, tapa dura y con una introducción de Enrique Murillo. En dicha introducción, Enrique Murillo, situa en el contexto de la literatura la obra de Tomeo. Entresaco de la misma varias frases: "la perfección de su factura narrativa y estilística"; "convertido ya en escritor de culto por parte de grandes minorías en Alemania y en Francia"; "La obra entera de Tomeo, en especial la de su segunda época, se caracteriza por su fácil acceso para el lector, y por sus abundantes dosis de humorismo brutal en el que intervienen a partes iguales la lógica del lenguaje (constantemente burlada) y la lógica de la razonabilidad (tomada, también, a chirigota)." En esta edición de Círculo, se hallan una junto a la otra dos de las obras maestras de Tomeo: Amado monstruo y El castillo de la carta cifrada, ambas pertenecen a la madurez del original estilo de Tomeo. Dicen que el Premio Nobel le llama todos los años, pero equivoca el prefijo, lo pondremos una vez mas, es el 34.Algunas de sus obras en Anagrama
Acceder al artículo sobre él, en la Wikipedia.
Hans Felten: "Javier Tomeo, Amado monstruo:Una lectura plural"
Más sobre su "peculiar estilo". "María Elena Fernández Clavería:La involución de los caracoles"
El comienzo de "El castillo de la carta cifrada" en Ítaca.
Un trozo de texto de Diálogo en re mayor
2 comentarios:
Grande, grande es el Señor...
...Dios del universo
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