sábado, 21 de febrero de 2009

NAWA SHIBARI de Paula Lapido

Model in elbow bondage (Fuente Wikipedia)
NAWA SHIBARI
Lambert entra en la sala. Lleva puesta una gabardina beige y manosea la edición vespertina de Le Monde. El local está atestado y solo quedan un par de mesas libres. En el escenario hay un diván de terciopelo estilo imperio en el que está recostada una mujer oriental, vestida con una bata de seda negra. Tiene las muñecas atadas y, sin embargo, se las arregla para sujetar entre las palmas de las manos un cuenco de té humeante. La cuerda es roja, como su pintalabios. Al otro extremo del diván, sus pies asoman bajo la bata, colocados uno encima del otro. Lambert se sienta en la mesa de la última fila. Un camarero le sigue y deja una taza de café junto a él. Ella le mira mientras bebe el té caliente y, al sentir sus ojos, Lambert se yergue en su asiento. En el escenario el maestro hace una reverencia y un hombre con traje negro aplaude. Otro le sigue con la mirada a la vez que se atusa el bigote. En una esquina oscura está sentado un tercero que lleva un antifaz en la cara y se oculta entre las sombras.
Lambert enrolla el periódico y bebe un trago de café. Está frío. Mira a su alrededor. Las ventanas que dan a Saint André des Arts están cubiertas con cortinas tupidas y las lámparas de cristal esmaltado iluminan tenuemente las mesas. En el escenario, el maestro recoge una larga madeja de cuerda roja. Pronuncia una orden en japonés y ella se levanta del diván para volverse de espaldas al público. La bata de seda tiene bordado un dragón en hilo de oro. El maestro le desata las manos. Ella se quita la bata. Un murmullo surge entre las mesas. Primero el hombre de bigote, luego el del traje negro; el del antifaz carraspea. Lambert se inclina hacia delante. Ella está desnuda, salvo por un corsé de cuerda roja que rodea su vientre desde la cadera hasta el cuello. La soga cruza su torso y aprisiona sus pechos por arriba y por abajo, se anuda bajo el cuello y lo ciñe con varias vueltas. Por debajo del ombligo, baja hasta su pubis lampiño, donde forma un nudo que se pierde entre sus piernas y se cierra con el corsé. De su cintura cuelga el resto de la cuerda, una cola hecha de cuatro cabos rojos.
El maestro exclama una orden con tono autoritario y ella baja la cabeza y se aproxima a él a pasos pequeños. El maestro le ata los brazos a la espalda; primero las muñecas, luego los codos. Hace un nudo entre las manos y tira del cabo restante haciendo que ella avance a trompicones. Del techo cuelga un gancho. El maestro traba en él las cuerdas del corsé y tira hasta que ella queda de puntillas en el suelo. Sus labios se han convertido en una línea muy fina, pero todavía roja, como la cuerda. Lambert está sentado en el borde de la silla y la tinta del periódico le mancha las manos. Ella mira a su alrededor, fija los ojos en cada uno de los espectadores. Lambert sigue su mirada. El hombre de bigote está sonriendo y se pasa la lengua por los labios. El del traje negro se afloja el nudo de la corbata. Del hombre del antifaz solo se ve su mano que sostiene un cigarro, y el humo. Lambert está sudando. Ella alza la barbilla. Desde el fondo de la sala se escuchan sus gemidos. El maestro toma otra cuerda. Le ata la rodilla con círculos perfectos, lanza el sobrante al aire y lo sujeta a otro gancho. Ella está ahora de puntillas sobre un solo pie. Abre y cierra la boca pero apenas puede moverse. Se muerde los labios hasta hacerse sangre. El maestro toma el último trozo de cuerda que cuelga de sus manos, lo pasa entre sus piernas y entre los dedos del pie que está en el aire. Rodea el tobillo y deja caer el resto del cabo, que roza el suelo. Donde la cuerda se junta con la piel, ésta palpita: en los bra-zos, el muslo, el cuello, entre sus piernas. Ella tiene los ojos cerrados y no puede evitar una lágrima que se desliza despacio, recorriendo cada centímetro hasta su mejilla, llevándose el maquillaje negro de sus párpados. Sin embargo Lambert ve que sonríe. Nadie lo ve pero ella sonríe, durante apenas un instante. El maestro se aparta con una reverencia. El hombre del bigote aplaude de nuevo y el del traje negro le secunda. El hombre del antifaz exhala una bocanada de humo. Lambert se aprieta las rodillas con las manos.
Los aplausos duran solo unos segundos y después el público vuelve al silencio. El maestro se retira al fondo del escenario, donde apenas hay luz, pero ella permanece en primer plano, mirando a los es-pectadores de nuevo, uno por uno. Ninguno de ellos parpadea. Las mejillas del hombre del bigote están enrojecidas. El hombre del traje negro, en la mesa de al lado, sonríe. El hombre del antifaz deja caer la ceniza en el suelo. Lambert coge la taza con una mano temblorosa y bebe el último sorbo de café frío. Una gota le resbala por la barbilla hasta caer sobre la camisa. Durante un momento, recorre el tejido paralela a la línea de botones.
El maestro da un paso y se hace visible de nuevo. Hace una reverencia y, sin esperar ninguna respuesta por parte del público, empieza a soltar las cuerdas. Solo le deja las muñecas atadas. Después pronuncia una orden y ella se acerca al hombre del bigote. El maestro hace una seña y el hombre, como si lo hubiera hecho muchas veces, toma el extremo de la cuerda y la desata. Ella cae a sus pies y le acaricia las rodillas con sus dedos delgados. El hombre del bigote le tiende la cuerda al maestro mientras se humedece los labios. Lambert estira el cuello para ver qué sucede pero desde su asiento al final de la sala solo distingue un mechón de pelo negro y un pie desnudo sobre el suelo de tarima. El maestro da una palmada y ella se levanta. Une las manos a la altura del pecho, hace una reverencia y ambos suben de nuevo al escenario para inclinarse ante el público. Después ella vuelve a ponerse la bata de seda. El maestro recoge las cuerdas del suelo y las enrolla con cuidado. El hombre del antifaz se levanta y abandona la sala. Entra un camarero con delantal blanco hasta los pies y abre las cortinas. Fuera es de noche.
Lambert se queda sentado en su mesa mientras entran otros clientes, se sientan y piden café y vino. En el escenario el maestro termina de recoger las cuerdas y se acerca al camarero. Hablan en voz baja y unos billetes cambian de manos. Ella se recoge el pelo en un moño y lo sujeta con dos agujas de color marfil. En un gramófono, cerca de la barra, la voz dulzona de Édith Piaf empieza a cantar «T’es beau, tu sais». Lambert se levanta de la silla frotándose las manos pegajosas. Ella recoge el cuenco del té del suelo. El hombre del traje negro se le acerca y le hace un gesto para que se siente en su mesa, pero ella le hace una reverencia mientras retrocede a pasos pequeños. Él insiste, eleva el volumen de su voz. Ella pronuncia una negativa con gesto tirante y le da la espalda. Baja del escenario. El hombre del bigote sacude la cabeza, se pone el sombrero y se marcha. Ella camina hacia la mesa de la última fila. Lambert observa las marcas de la cuerda en sus muñecas mientras vuelve a sentarse. Levanta la mano para hacerle una seña al camarero pero ella se la coge y la pone de nuevo sobre la mesa. Recorre el dorso con una uña larga pintada de negro, al principio como una caricia, pero poco a poco va hundiendo la uña en la carne hasta que Lambert se revuelve y aparta la mano. La piel está herida y sangra como los labios de ella, que sonríe.
–Nawa shibari –dice–. Mañana. Ven.
Pone una tarjeta sobre la mesa y la arrastra con un dedo hacia Lambert. Después se marcha. Lambert se limpia la herida con un pañuelo. Lee la tarjeta, que huele a té negro y a jazmín. Llama al camarero y pide un coñac, que se bebe de un trago. Al cabo de un rato, las manos dejan de temblarle.
* * *
Lambert camina por la acera con un ejemplar de Le Monde bajo el brazo. Cada pocos metros se detiene bajo una cornisa y saca la tarjeta del bolsillo. Llueve y los adoquines están resbaladizos. La tarjeta está casi desecha y las letras desvaídas, pero Lambert vuelve a leer la dirección. Mira la placa de la calle y consulta el reloj, aunque la luz es tan escasa que a duras penas puede distinguir los números. De pronto las farolas se encienden. Lambert se sube el cuello de la gabardina y sigue andando. Un giro a la derecha, otro a la izquierda. La puerta de la casa es de madera oscura. Está abierta y da paso a un largo corredor. Lambert lo cruza y sube las escaleras hasta el segundo piso. Llama al timbre. Ella le abre. Lleva puesta una bata de seda roja y tiene el pelo suelto. Está descalza. Su piel no tiene marcas.
Le conduce hasta el salón, donde hay un sofá de piel, una silla de madera y una pequeña mesa con una tetera y tres tazas. Las cuerdas rojas están enrolladas sobre un aparador. Del techo cuelgan media docena de ganchos, bajo los cuales se extiende una alfombra persa de seda. Lambert toma asiento en la silla mientras ella se reclina en el sofá, como en el café. Sobre la piel oscura del asiento sus pies se ven más amarillos.
El maestro entra en el salón. Lleva un traje gris que parece cortado a medida y zapatos negros. Se acerca a Lambert y le dirige una reverencia. Luego extiende la mano y le hace un gesto para que le siga. Lambert se levanta. El maestro le muestra las cuerdas, que tienen el grosor de un dedo y la flexibilidad del cabello. El maestro habla. Ella deja el sofá y se aproxima hasta detenerse sobre la alfombra de seda. Lambert sujeta la cuerda en sus manos mientras ella se quita la bata y la deposita sobre el aparador. Su piel se ve más cetrina y sus labios más pálidos. No levanta la mirada, la dirige hacia el suelo, hacia la alfombra, donde los pies de Lambert parecen el doble de grandes que los de ella. El maestro desenrolla la cuerda que Lambert sostiene. Ella levanta los brazos.
–Shinju –dice el maestro.
Entonces el maestro coge las manos de Lambert y poco a poco, con lentitud, va rodeando los pechos de ella. No le permite tocarla, solo sostener la cuerda. Hace un nudo y luego pasa otra cuerda por encima, debajo de las axilas. El maestro da un paso atrás y le deja solo. Lambert repite el primer nudo y el maestro asiente en silencio. Pone una nueva cuerda en sus manos y le indica cómo pasarla bajo las otras. Lambert reproduce sus gestos sobre la piel de ella. El maestro se acerca y ahora estira con delicadeza, como temiendo hacerle daño. Los pechos de ella van quedando estrangulados, enrojecidos y la piel se tensa. Lambert no puede evitarlo y extiende la mano para tocar un pezón rojo como una cereza.
–Sakuranbo –dice el maestro interrumpiéndole.
Toma la siguiente cuerda y rodea la cintura de ella por encima del ombligo. Lambert observa el mo-vimiento pausado de sus manos cetrinas. Cada vuelta recorre la forma de las costillas y, entre vuelta y vuelta, no queda un centímetro de piel visible. El maestro hace un nudo con lentitud, repitiendo cada paso dos veces. Pronuncia una orden y ella abre las piernas. Entonces entrega la cuerda a Lambert, que la desliza entre los muslos delgados rozando la piel caliente con el dorso de la mano. Ella suspira. Lambert ata la cuerda por la espalda con un gran nudo y lo envuelve con la palma de la mano. La espalda de ella se curva cuando retuerce el nudo. Con la siguiente vuelta, la cuerda se clava en la piel y ella empieza a respirar con dificultad. Lambert roza la piel tensa y enrojecida con las yemas de los dedos y deja en ella una marca blanca. Una gota de sudor le resbala por la sien, cae paralela hacia el pómulo. Desciende hasta la comisura de sus labios entreabiertos y se cuela en su boca. Él la recoge con la lengua y traga. Ella abre y cierra las manos. Sus labios tensos se separan y parecen curvarse hacia arriba en un amago de sonrisa que se deshace tan rápido como ha aparecido.
–Karada.
El maestro susurra la palabra al oído de Lambert, que se sobresalta y retrocede. Se frota las manos en la camisa mientras toma aire y su vientre se hincha. El pelo lacio se le pega a la frente. El maestro le tiende otra cuerda. Después se acerca a ella y la sujeta por la barbilla con una mano que parece de cuero. Lambert acerca la cuerda a su boca y ella abre los labios. Un hilo de saliva le cae por la comisura y resbala hacia el cuello. Lambert lo recoge con la yema de un dedo. Se miran a los ojos. Ella atrapa la cuerda entre los dientes y aprieta las mandíbulas hasta que los labios se le vuelven blancos. El maestro hace un nudo en forma de lazo a la altura de la nuca. Lambert le quita la cuerda de las manos para enrollarla en las piernas y los tobillos de ella, que gime. El maestro asiente y sonríe. Ella tiene ahora todo el cuerpo aprisionado por cuerdas. Parpadea una y otra vez, rápido, con espasmos.
Lambert mira hacia el aparador, donde queda una última cuerda. La coge y empieza a caminar en círculos alrededor de ella. Cada vez que da un paso fuera de la alfombra de seda, resuena en la habi-tación el eco de su pisada. Con el siguiente, su huella queda marcada sobre el tejido de colores. Cuando se detiene, los únicos sonidos que se escuchan son su respiración densa y los gemidos de ella. Entonces Lambert le pasa la cuerda bajo el nudo de la nuca y entre los brazos. Sopesa los dos extremos mientras observa los ganchos del techo. Mete los dedos bajo los nudos en la espalda. Que-dan aprisionados entre la carne y la soga cuando ella inspira. Cuando espira, Lambert mete más la mano hasta que el sudor de su palma se mezcla con el de ella. La piel está caliente y rugosa por las marcas de la fibra. Los dedos de Lambert palpitan con el pulso acelerado, apretados por la cuerda, hasta que la mano resbala. Lambert coge los cabos sueltos y trata de colgarlos de uno de los ganchos del techo. Falla. Recoge la cuerda del suelo. Vuelve a lanzarla. Con cada intento, a ella se le escapa un sollozo. Cuando la soga pasa por el gancho, Lambert la recoge. Tira con las dos manos a la vez que dobla las rodillas. Ella se eleva del suelo, sujeta por la nuca y la cintura. Aúlla y muerde la cuerda. La orina le resbala por los muslos y gotea sobre la alfombra de seda dejando pequeñas manchas oscuras. Lambert jadea y una vena azul verdoso se le marca en el cuello. Palpita al mismo ritmo que sus tirones mientras la soga le quema la piel.
El gancho en el techo cruje y se desprende. Ella grita y la cuerda resbala de las manos de Lambert. Una lluvia de polvo de escayola se precipita sobre sus ojos, cegándole. Los dos caen al suelo.
Se oye un rumor de gramófono que viene de algún piso cercano. La voz de Édith Piaf cantando «Non, je ne regrette rien» vibra en las paredes. Lambert se incorpora y deja caer la cuerda. El cuerpo de ella está desmadejado sobre la alfombra persa, con el cuello torcido en un gesto imposible. No se mueve. Lambert se aparta e intenta levantarse pero, cuanto más patalea, más se enredan sus piernas en la soga roja. Se detiene. Una gota de sangre cae de su labio inferior y se precipita sobre la madera. Recorre una veta negra haciendo zigzag hasta ir a parar a la juntura entre dos tablas. Se cuela por el orificio y se pierde. Lambert parpadea. Se levanta apoyándose en las palmas de las manos y desenreda la cuerda de sus tobillos. Le ha dejado marcas por debajo de la ropa. En el suelo, sobre la alfombra, ella tiene los ojos oscuros inyectados en sangre y los labios pálidos entreabiertos. Con el cuello torcido hacia atrás, parece extender un brazo hacia él. Los dedos de su mano casi tocan la punta del zapato de Lambert, que se aparta. Édith Piaf entona «rien de rien» con un trémolo. Lambert mira a su alrededor pero solo ve su gabardina doblada sobre la silla y la mesita del té, ahora vacía. El maestro ha desaparecido.
La lámpara del techo se balancea. Lambert se pasa la mano por la cara y la palma queda manchada de sangre. Camina hacia atrás sin dejar de mirar el cuerpo de ella y las marcas de la cuerda amoratándose sobre su piel. Recorre el pasillo. Abre la puerta. En las escaleras la voz de Édith Piaf resuena como en una sala de conciertos. Lambert baja los escalones de dos en dos. Tropieza y cae contra la pared, pero se levanta como un resorte. Sale. En la calle no se escucha la música. Los adoquines están húmedos. Lambert corre.
* * *
Sobre el Pont des Arts, varias parejas se abrazan, a pocos metros unas de otras. Lambert camina por el centro del puente. Se detiene. El río baja rápido y silencioso. Un joven delgado vestido con traje de pana aprieta a una chica menuda y morena contra la barandilla. Tiene la cara hundida en su escote. Ella vuelve la cabeza hacia Lambert. La pintura roja de sus labios está corrida y mancha su mejilla. La joven enreda los dedos en el pelo de su amante, y entre los mechones rubios deja ver sus uñas pintadas de negro.
Lambert ve a lo lejos las caras iluminadas del Pont Neuf con sus ojos saltones y sus bocas retorcidas. Echa a andar por la orilla del río. Solo se oye el ruido de sus pasos.
Llega hasta la Place Saint-Michel y se deja caer junto a la fuente. Mete la cabeza en el agua. Uno de los dragones de alas curvadas vomita un chorro que le golpea en la nuca una y otra vez. Lambert saca la cabeza y deja que caiga sobre su cara. Tose, traga agua. Se aparta y mientras jadea para recobrar el aliento mira la estatua gris del dragón. El agua sucia que salpica dentro y fuera de la fuente tiene el color del té cargado. En el suelo, las páginas de un ejemplar de Le Monde se revuelven, empapadas. Lambert se levanta y lo recoge. Las manos se le manchan de tinta. Empieza a caminar.
Cuando Lambert entra de nuevo en la casa, el gramófono y Édith Piaf están en silencio. Sube las escaleras. La puerta del apartamento está abierta. No hay luz en el pasillo pero al fondo del corredor se ve el salón iluminado. Lambert avanza hasta detenerse bajo el dintel. Sobre la mesita hay una tetera humeante y dos cuencos. La alfombra persa está extendida con sus flecos perfectamente alineados. Hay un hueco en la escayola del techo. El maestro lleva el mismo traje gris y los mismos zapatos negros. Hace una leve inclinación de cabeza. Lambert observa sus manos oscuras y las venas marcadas en el dorso, que palpitan. Las manos de Lambert tiemblan, lo mismo que sus brazos y su torso empapado. La camisa se le pega al cuerpo y deja entrever la sombra del vello y la curva de las costillas.
El maestro se acerca al aparador y coge un rollo de cuerda. Lambert se quita los zapatos, la camisa y el resto de la ropa. Lo deja todo en el suelo, en un pequeño montón y, encima, el periódico mojado. Desnudo, camina hacia el maestro hasta que sus pies tocan la alfombra de seda. El maestro desenrolla la cuerda y exclama una orden. Lambert extiende los brazos.
Paula Lapido

La soledad dentro del grupo
Si yo les dijese que este relato es de "Nadia Romanescu", una joven y atormentada escritora rumana, suicidada hace unos meses y que su obra se ha convertido en objeto de culto por la élite lectora de Nueva York. Y que The New Yorker prepara un especial sobre ella y que la revista Life la sacará en portada en breve, ahorcada como se suicidó, pero con un rostro bellísimo, pensarían dónde han estado para no enterarse. Es probable también que alcen la vista y repasen el relato. Y todo ello por el etiquetado que acabo de hacer. Yo no pongo ninguna objeción a su modo de actuar y no lo reprocho. Mi navegador tiene la barrita de PageRank y cuando entro en cualquiér página es lo primero que miro. Paula Lapido se presenta bajo la "marca blanca" de escritora. Es su marca genérica, pero en breve, en no más de cinco años, será la marca Paula Lapido, o el nombre que escoja para su empresa de escritora. Pues dentro del grupo de escritores, de todas las voces en la penumbra, su soledad sonora es visible y audible.Yo tendré la satisfacción, la íntima satisfacción de haberla leído bajo la marca Paula Lapido.

Este relato se halla en la excelente revista Narrativas 10
Sobre Nawa shibari. No les vaya a pasar como a mí, que pensé que era el nombre de la "chica".
Su blog, Escupitajos de Erudición. También lo tienen en la columna de este blog.
Otros relatos suyos mas cortos en "Los inéditos del síndrome".
Su columna en "Sin columna.com"
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