sábado, 10 de enero de 2009

De un pelo a otro

Asdrúbal Hernández
(Relato completo e inédito)
De un pelo a otro
Con un nervio impropio de su complexión el chico grandote se puso en pie y gritó fuerte para que le oyeran todos:
-¡Mecagüen! ¿Quién a sido, eh? ¡Jodé!
Los chicos que le habían gastado la broma mudaron al pronto su semblante socarrón.
Seguían todos sentados, sin soltar prenda. No estaban ya tan seguros de que la broma fuera a tener las divertidas consecuencias que imaginaron. Por lo pronto las carcajadas habían dejado paso a una sonrisa helada, y alguno, entendiendo antes que nadie lo que se venía encima, ya había puesto cara de estar cagándose en los pantalones.
¿Acaso no habían visto en alguna ocasión cómo se arrancaba aquel gigantón cuando reventaba? Daba con la mano abierta. El Petisuí ya lo había probado; el muy bestia a punto estuvo de desvirgarle el tímpano.
Y parecía a un pelo de reventar.
-¡E cagon la madre! ¿Quié a szido? –volvió a bramar.
Y como no mirara a nadie en particular, sino que les abarcó a todos con aquellos ojos de loco de atar, de pronto se desató el pánico. Tres chicos saltaron del grupo como si llevaran muelles en los pies. Uno de ellos trastabilló a los pocos metros y se quemó las rodillas en el cemento. Era Petisuí. Sin mirar atrás, volvió a salir zumbando. Las rodillas peladas. A lo Cristo. Ni sensación; ¡como para perder un segundo en duelos! Fueron los cincuenta metros libres más rápidos de cuantos se habían corrido jamás en el campo de futbito del colegio público Ramón Bajamar y Lehende. Pero los demás se perdieron la proeza; menos dotados de reflejos, o simplemente maravillados ante la visión del grandullón vociferante, seguían con el culo pegado al suelo. Eso sí, cada cual había tensado el cuerpo para salir zumbando en el último instante.
Entonces se oyó un chillido de mujer.
-¡Sebas!
La mujer había abandonado a toda prisa el banco donde estaba sentada y venía corriendo. Todos la miraron.
-Sebas, ¿qué pasa?
Alguno de los chicos supo entonces que ya no corría peligro, y envalentonado dijo por lo bajini:
-Ahí viene su mamita a ponerle a mear. No sabe mear si no se la saca su mamita.
El grandullón volvió a mirar al grupo, después a su mamá, que se acercaba, y a continuación otra vez al grupo. Pero su mirada había perdido la fiereza de un segundo antes. Algo había ocurrido en él; el impulso de machacarles la cabeza se había esfumado. Fue cerrando las manazas hasta que los puños semejaron porras, sus brazos se tensaron, pero en su cabeza estallaron imágenes que nada tenían que ver con aquellos chicos y la broma que acababan de hacerle. Entonces volvió a ver en ellos a sus amigos y compañeros de clase, y sonrió.
- ¿Eh? ¿Vale? Yo no he zido.
Y se oyó una carcajada general, una enorme carcajada de alivio.
(Años mas tarde)(1)
Quería estar seguro de que había entendido bien, que no era como las otras veces, y regresó a los lavabos. Le parecía que últimamente se estaba repitiendo eso mismo con cierta frecuencia. Y si al principio no le daba importancia (cuántas pequeñas cosas quedan sin explicarse en nuestra cabeza, cosas sin importancia, pequeños fallos de percepción por parte de los sentidos), ahora empezaba a pensar que aquella bobada podía llegar a obsesionarle si no conseguía encontrarle una explicación.
Entró en los lavabos y se dirigió al excusado, en el interior de cuya puerta había leído con toda claridad aquella frase: Cabrón el que no lo lea. En ese instante oyó que entraba alguien más y sin volverse, se apresuró a encerrarse por dentro. Bajó la tapa del inodoro y se sentó.
-Y cando te vayas de casa de tus padres, ¿adónde irás? –dijo una voz que le era familiar.
Leyó la frase: Cabrón el que lo lea. La leyó una y otra vez. Cabrón el que lo lea, no cabrón el que no lo lea. Había vuelto a suceder.
-¿Te irás a vivir con ella?
-No. Alquilaré un apartamento.
La voz del que respondía no le sonaba.
-De todas maneras ni siquiera sé cuándo podré marcharme.
-Ya. Bueno, pero has empezado a pensar en ello, ¿no?
Oyó la descarga de agua de los urinarios de pared, y a continuación el agua corriendo en los lavabos.
-Tengo que hablar con mis hermanos. No sé. Algo habría que hacer, porque, la verdad, estoy hasta los huevos.
La voz desconocida se echó a reír.
-Los padres. Qué le vamos a hacer. Deberíamos tener una fecha de caducidad, ¿no? Como en La fuga de Logam. ¿Viste aquella película?
Ahora era la voz familiar quien reía.
-Ya casi es la hora –dijo-. Yo voy a quedarme a comer por aquí. Si te apetece...
Saltó la tobera de aire del secador de manos.
-No, lo siento. Me veo con Laura.
Se abrió de nuevo la puerta.
-Tu sombra, ¿eh?
Las risas se alejaron antes de que la puerta volviera a cerrarse y dejaran de oirse del todo. El secador de manos siguió haciendo ruido durante unos segundos más y luego cesó también. Y entonces él salió del excusado.
Naturalmente, había vuelto a suceder. Y como en ocasiones anteriores, con una frase sencilla y de enunciado unívoco. Otra vez había extraído un significado erroneo, incluso después de leerla repetidamente.
Mientras se encaminaba a su mesa a coger la chaqueta y la cartera, se preguntó cuánto tiempo hacía que le venía ocurriendo, y si eran los primeros síntomas de algo que debiera consultar con el médico.
Cogió la chaqueta del perchero y se la puso. Entonces se acordó de los resultados de las pruebas del A. D. N., y quiso echarles otro vistazo. En ese momento un grupo se dirigía a la salida. El que encabezaba la marcha se desvió un poco para acercarse a él por detrás y palmearle el hombro sin detenerse.
-¿Te quedas el último para hacer méritos, Gain? –dijo, provocando la risa de todos-. Pues no te molestes, el capullito de alhelí se ha ido hace rato.
-Si estuviera de buen humor te mandaría a tomar por culo. Pero estoy de mal humor- respondió él, forzando una sonrisa.
Odiaba a aquel tipo, del que se contaban algunas cosas verdaderamente extraordinarias acerca de su talento para viajar a costa de los laboratorios. Las risas se redoblaron camino de la puerta principal. <>, murmuró.
Cuando desaparecieron por la puerta sacó el sobre de la cartera y extrajo los gráficos, les echó un rápido vistazo y los devolvió a la cartera. Entonces se dio cuenta de que no había previsto la forma en que debía abordar el asunto con su mujer.

Días atrás, Gain y Solvia se habían enredado en una de esas peleas absurdas que no llevan a ninguna parte y que se olvidan en unas pocas horas. Y todo habría quedado atrás también esta vez de no haber sido por un pelo, por un pelo del pubis para ser más preciso.
Aquella tarde, al volver del trabajo Gain se encontró en el metro con un amigo y se sentaron media hora en una terraza a tomar un par de cervezas. Cuando llegó a casa Solvia le dio el rutinario beso y le preguntó, como de ordinario, por la jornada de lucha lejos del castillo. El mismo tono y la amabilidad con que le acogía siempre, y sin embargo algo diferente en ese calco de otros días debió de percibir Gain que le hizo pensar en subir la guardia. Algo le había pasado. Pero, ¿qué? No había sido antes de que saliera de casa, ni antes de que hablara con ella por teléfono a media mañana.
Gain dejó la cartera sobre el sinfonier, se quitó la chaqueta y la guardó en el ropero del recibidor.
-El príncipe ha tenido hoy una mala tarde- informó ella-. He tenido que ponerme un poco dura. Es más terco que una mula. Está en su cuarto. ¿Por qué no hablas con él y luego cenamos?
¿Era eso, entonces?
-Ahora voy a verle- dijo.
-Y no te asustes por el moretón de la frente, no es nada.
-¿Se ha caído otra vez?
-Eso dice él. Yo no le he visto.
Sin embargo, ¿por qué estaba seguro de que, fuera cual fuese el asunto, nada tenía que ver con el chico sino sólo con él? Dios, y cómo odiaba Gain esos reproches contenidos, le sacaban de sí.
Hablaría con el chico y después con ella. Con asepsia, entrándole bien templado; lo que menos le apetecía era justo una pelea en la que llevaría todas las de perder (¿pero qué te he dicho yo, qué he hecho? ¿Es que eres imbécil? ¿A qué viene esta mierda ahora?, le diría ella).
Gain cogió la cartera y se dirigió a su despacho con el principio de un interrogatorio (que él suponía conversación) formándose en su cabeza. Después de ponerse la ropa de andar por casa entró en el cuarto del chico. Lo despachó en cinco minutos; no entendía muy bien cómo su mujer podía sulfurarse tanto por algo insignificante; él le habría dejado ver un poco más la tele y no le hubiera negado otra onza más de chocolate. Sí, estaba un poco gordo, como él mismo, pero, ¿y qué?
-Bueno. Ya está- le dijo a su mujer, que ya estaba sentada a la mesa y removía el contenido humeante de la sopera-. Es un buen chico. No deberíamos presionarle en exceso. ¿Eso es todo?
A Solvia no le pareció nada amistoso la forma en que finalizá la frase, pero respondió sin interrumpir lo que estaba haciendo, dos cazos de sopa jardinera en un plato y dos en el otro.
-¿Qué te ha dicho?
-Nada, no sé qué del chocolate y la tele. Que no has querido darle más de uno y no le has dejado ver más la otra.
Era imposible no sonreír con esa manera tan enrevesada de hablar que a veces adoptaba su marido. Así que sonrió una vez más, mirándole esta vez a los ojos.
-¿Te ha contado que ha cogido una tableta de chocolate de hacer del armario y sólo ha dejado una onza?
-Joder.
-Sin joder, querido. ¿Así que no te lo ha contado? ¿Ni que, por supuesto, no le ha dado la real gana cenar?
-Vaya.
-¿Vaya? Y tú, ¿qué le has dicho?
Gain no estaba preparado para que su mujer le interrogara a él. La sopa estaba demasiado caliente. Se quemó. Pero algo más empezaba a quemarle por dentro. Y estaba dispuesto a seguirle el juego. Y encima se ahorraría la entrada, siempre tan difícil y resbaladiza, siempre tan caprichosa.
-Nena, ¿estás enfadada con el chico o conmigo?-dijo, sin levantar la vista del plato. Con el gesto de remover la sopa con indiferencia, creyó además estar añadiendo: ¿Crees que vas a poder detener el curso normal de mi vida a tu capricho? Ni lo sueñes, querida.
-No digas bobadas. No estoy enfadada con nadie. Es que... Bueno, dejemos esto, ¿vale?
No, no quería dejarlo. Ese “es que” era un clavo al que debía agarrarse.
-Por mí... Sólo que no sé qué mosca te ha picado.
-Vale. No sé a qué mosca te refieres. Pero no deberíamos empezar. No quiero discutir. ¿Y tú, Gain, quieres discutir?
A Gain estos forcejeos ya no le estimulaban. En los primeros años de vida en común, Gain acogía las réplicas de Solvia como golpes de espuelas en las corvas. Pero ya no era un fanático de la última palabra. Así se lo había dicho ella en una ocasión. Un fanático de la última palabra. Recordarlo todavía le hacía sonreír.
Fue derecho al grano.
-Menos que tú. Así que dime por qué estás picada- insistió- y aclaramos en un minuto el asunto. Algo que yo haya podido decir o hacer sin tener conciencia de estar perjudicándote.
Ella apartó el plato e hizo un ademán de levantarse.
-Mira, no me jodas- alzó la voz.
-Qué más quisieras.
Ella le miró con odio.
-No te pases, te lo advierto –dijo muy bajo, con un cambio inesperado de voz, como si de golpe sintiera todo el cansancio y el hastío de las mil disputas habidas desde que se conocían.
Hubo un silencio. Gain se había asustado un poco. Se llevó una cucharada de sopa a los labios, sopló en ella, se la metió en la boca. Entonces la miró a los ojos.
-Vale. Sólo quiero entender lo que pasa. Porque esta mañana te he dejado la mar de bien y ahora... –dijo. Sonaba demasiado a súplica y se arrepintió enseguida-. Tranquilízate y hablemos, ¿vale? Seamos racionales.
Eso estaba mejor, de hecho estaba bastante mejor.
A ella se le habían humedecido los ojos; iba a romper a llorar.
-¿Racionales? ¡Que te den por culo! –gimió.
Se levantó con brusquedad, arrastrando hacia atrás la silla, que cayó al suelo con estrépito.
-¿Racionales? –repitio, con la voz distorsionada por el llanto-. ¡Y una mierda
La siguió con la mirada, aguantando la respiración, hasta que salió del comedor.
No contaba con esto. <>, se dijo, sin tener todas consigo. Si había pretendido cortarle en seco impresionándole, por Dios que lo había conseguido. ¿Y ahora, qué? Ahora que no la tenía delante, su ausencia confundía sus pensamientos.
Inspiró lenta, profundamente, como si fuera a darse una larga zambullida, y luego estuvo un rato contemplando la silla en el suelo. ¿Qué estaba ocurriendo? Había visto algo diferente en Solvia, estaba seguro. No podía decir qué, no era algo que él pudiera reducir a simples palabras, pero lo que fuera le hizo afirmarse en la idea de que pasaba algo. Y ella, con su tozuda reticencia, se lo ocultaba deliberadamente a medias.
¿Qué es? ¿Pero qué es? ¿Eh? ¿Se puede saber?, preguntó a la silla. Y tanto insistir, la silla le respondió, claro, volvió a oír las palabras que le había dirigido Solvia: Que te den por culo, resonaron en su cabeza.
Gain era muy cuidadoso con los objetos de la casa (se puede decir que llegaba a sufrir al ver un vaso o un plato rompiéndose; un cuadro torcido disparaba de inmediato su viejo amor de estudiante por la geometría y en particular por las lineas paralelas y corría a enderezarlo; la televisión o el equipo de música con la lucecita roja de desconexión temporal encendida le producía desasosiego y refunfuñaba contra Solvia mientras se apresuraba a apagarlas; si alguna alfombra –las de los baños o la sala, el resto de las alfombras de la casa eran demasiado gruesas y estaban siempre bien estiradas- mostraba a su vista un pliegue lo pisaba y se cercioraba de que los bordes se mantuvieran paralelos a la línea de las juntas del parqué y las baldosas).
Como si de una frágil y pálida virgen prerrafaelista se tratara, levantó la silla del suelo con delicadeza (de nada tenía la culpa, ¿qué había hecho para que la maltrataran?), la miró por delante y por detrás, por arriba y por debajo, y vió con satisfacción que seguía intacta. Esa mesa y las cuatros sillas, de preciosa madera de cerezo (¿acaso lo había olvidado ya?, eran regalo de los padres de ella. ¿Había olvidado que las cosas tienen alma, sobre todo las que siendo más cercanas te hacen mejor la vida? Como si no hubiera sido un tema de conversación recurrente y no hubieran disfrutado hablando de ello al principio, cuando empezaron su vida en común y soñaban con levantar poco a poco un hogar como se levanta un monumento. ¿No tenía entonces todo un sentido?
Tenía que decírselo, recordarle que debían volver a la esencia. ¿Cuándo se había torcido el camino? Llevaba tiempo rumiando la idea de hablar de todo eso con Solvia, pero el cansancio (el mismo cansancio que había puesto a congelar la vida sexual entre ambos) le había hecho ir aplazándolo.
La sopa se enfriaba en la mesa.
Solvia estaba en el cuarto de baño, sentada en la taza con el tejano en los tobillos y las bragas en las rodillas. Gain había esperado encontrarla en su estudio, o quizá en el cuarto donde tenían los aparatos gimnásticos, y entonces cerraría la puerta y trataría de que sólo se volviera a abrir con un armisticio y las fronteras de lo que hay que dar y lo que hay que tomar bien definidas. Pero de pronto se encontró indeciso en mitad del pasillo a oscuras, expiándola por el hueco de la puerta entornada, que Solvia había dejado esta vez menos abierta de lo habitual como una declaración. Esperó a que acabara. La vio arrancar un pedazo de papel higiénico y doblarlo en dos, ponerse en pie, llevárselo a la entrepierna y dejarlo caer en la taza. Gain contempló el bello púbico, cobrizo y espeso, con algunos mechones ensortijados del color de oro viejo, y cuando se giró para pulsar el botón de la cisterna las nalgas, prietas y aún bien ancladas al nacimiento de la espalda, el lunar justo en el arranque de la hendidura, donde antaño a él le gustaba tanto empezar sus excursiones.
¿Qué miraba? ¿Todo aquello a lo que había renunciado? ¿Cuántas mujeres menos atractivas que Solvia se cruzaban con él a diario tensando por un instante la ballesta de su deseo?
Solvia salió del cuarto de baño y dio un grito al descubrirlo allí, parado en medio de la penumbra. Como un eco, le sucedió otro grito procedente del cuarto del chico. Los gritos del chico eran su descarga neuronal, les había dicho el psicólogo al principio, como si el cerebro suspirara, no había problema, por ahora le beneficiaban, y desaparecerían algún día. Estaban acostumbrados, por eso no lo oyeron o hicieron como si no lo hubiesen oído.
-Maldita sea, me has asustado.
-¿Podemos...?
Solvia pasó por delante de él sin detenerse.
-Espera.
Cerró la puerta de la cocina con extrema suavidad, como si quisiera demostrarle que por mucho que hiciera él, ella no iba a perder los nervios.
Se había apartado un poco para dejarla pasar, y ahora permanecía apoyado en la pared con el hombro.
-Cabrona- dijo en voz baja, casi también en un susurro, pero él ya empezaba a perder la paciencia.
A veces había llegado a pensar que la odiaba, pero era un odio tan parecido a la rabia que no creía en él.
Oyó el ruido de la televisión. Mira, supuso que le quería decir ella, todo sigue su curso y tú no puedes evitarlo, ¿ves?
Fue al cuarto de baño. Sin ganas de mear, apuntó a la taza con el pene y esperó. <>, se dijo Gain, <>.
A fuerza de apretar consiguió lanzar un chorro al centro de la diana. Cuando acabó tiró de la bomba. Bien, y ahora qué. Entonces vio el pelo y se agachó a cogerlo. Era de Solvia, un ensortijado bello púbico de color castaño.
A las pocas semanas de conocerse, una noche lluviosa de invierno Gain llevaba a Solvia a su casa, en un pequeño pueblo costero a media hora de la ciudad. Tuvieron una pequeña discusión en el coche porque Solvia quería que entrase a conocer a sus padres, a quienes ya había hablado de él, y a su hermano (que aún no tenía edad para escapadas nocturnas), y Gain no. Gain se salió con la suya y no entró, y Solvia, como penitencia, le pidió que se lo volviera a hacer. A él le parecía arriesgado hacerlo allí, delante del bloque de viviendas, en la segunda de cuyas tres plantas vivía ella.
-Pueden vernos desde la ventana- dijo.
-Y qué. Sólo verán los cristales empañados- se rió ella.
-Y pensarán que lo estamos haciendo.
-O que estamos hablando, ¿no?
Ya sin la presencia de ella y mientras regresaba por la carretera de la costa, Gain notó que tenía un pelo en el fondo del cielo del paladar. La lengua no alcanzaba a atraparlo. Se introdujo el dedo índice hasta que sintió que le llegaba una arcada. Lo intentó de nuevo, lo justo para dejarlo al alcance de la punta de la lengua, que lo arrastró hasta los labios. Gain lo cogió, redujo la velocidad del coche y encendió la luz interna. Tenía forma de ocho inacabado, como el signo de infinito sin cerrar. A la luz mortecina de la lamparita del techo no se advertía en él la tonalidad del vello púbico de Solvia, que tanto le gustaba, pero sonrió feliz, porque sintió que aquello debía de querer decir algo, algo maravilloso y que sólo acababa de empezar. Temía no volver a encontrarlo si lo ponía sobre el asiento de terciopelo, o sobre la bandeja junto a la palanca de cambios, con los pañuelos de papel y las cintas de música. Por un segundo pensó en volver a dejárselo en los labios, pero finalmente paró en el arcén y lo guardó en la billetera. De todas formas no iba a ser el último, se dijo risueño mientras se ponía de nuevo en marcha Esa noche lo metió entre las páginas de “Las flores del mal”.
Gain se lo acercó a los ojos para mirarlo de más cerca. En la punta que había estado hundida bajo la piel había una microscópica excrecencia blanquecina, la raiz. No lo pensó, fue simplemente como si sus pies le llevaran sin mediar su voluntad. Abrió la puerta de la cocina.
-¿Esto es tuyo?-dijo-. ¿Vas dejando tus pelos del coño por ahí?
Fue como si otro hablara y él asistiera a la escena. Al igual que habían hecho sus pies, su boca parecía obrar también por su cuenta.
-¿Te estás quedando pelona ahí abajo?
Solvia se dio la vuelta con el cuchillo y la manzana en las manos.
-¿Qué?
Gain estiró el brazo. Ella miró su mano, los dedos índice y pulgar unidos.
-Que deberías recoger los pelos que vas dejando por ahí.
-¿Qué? –repitió.
-Tu puto pelo, joder.
Entonces se dio cuenta. ¿El cabrón era capaz de venir con un pelo a provocarla? Increíble.
-¿Te has dado cuenta de lo ridículo que eres?
-Es tu pelo.
-Qué bajo has caído.
-No tanto, comparado contigo. ¿Qué hago con él?
-Métetelo por donde te quepa.
Solvia dejó la manzana a medio comer y el cuchillo sobre la encimera de mármol.
-Es tuyo.
-¿De verdad estás hablando en serio?
-¿Me ves pinta de estar bromeando?
-Serás majadero.
Gain adivinó su movimiento y reculó hacia la puerta.
-Déjame pasar- dijo Solvia.
Gain ocupaba todo el vano.
-¿Qué haces? Venga, déjame pasar.
-Vale, pero antes hablemos.
Solvia le dio un empujón, pero él se había aferrado al marco con la mano libre y apenas se movió.
-He dicho que me dejes pasar.
-¿Podríamos hablar?
-¿Hablar?
-Hablar, sí.
-¿Hablar de tu puto pelo?
-No es mío, es tuyo.
-¿Cómo lo sabes, joder?
-¡Es tuyo!
-¡Vete a la mierda!
Solvia cerró los puños, y antes de que Gain lo viera venir alzó uno y logró apartarle de un fuerte golpe en el pecho. Salió corriendo a encerrarse con el chico.
Lo que le hizo enmudecer de sorpresa no fue el puñetazo de Solvia, el repentino dolor en la tetilla y el brazo izquierdos, punzante e intenso como si le fuera a sobrevenir un infarto. Lo que de verdad le impresionó e hizo que afluyera al instante en él una mezcla de vergüenza y perplejidad fue verla salir corriendo. ¿Presa del pánico? Había visto su mirada justo en el instante en que sintió el golpe. ¿Pero es que había llegado a provocarle pánico? ¡Dios!

Seis meses después de empezar a trabajar para los laboratorios Leica y Urmon, Gain pidió a Solvia que se casara con él. Fue un sábado por la noche, durante una cena a bordo del trasbordador que hacía la travesía entre la costa y la isla de San María, seis o siete millas mar adentro. Pasaron la noche en un hotelito con las habitaciones colgadas sobre el acantilado, y a la mañana siguiente, mientras trasegaban en la terraza el sustancioso desayuno que les habían subido a la habitación, precisaron la fecha.
Pero quién se acuerda ahora de todo eso, del paseo por las callejuelas estrechas y retorcidas del barrio pesquero cogidos de la mano, del chapuzón entre las rocas (desnudos y con apenas una toalla del hotel para secarse uno al otro, pues habiendo acabado la temporada de playa no habían previsto bañarse), del regreso la tarde de domingo, él, escrutando ensoñadoramente el mar y el contorno sin bruma de la costa, cada vez más próxima, metáfora promisoria sobre la nueva e insospechada vida a punto de llegar, mientras ella dormitaba con la cabeza sobre su pecho, rodeada por sus brazos.

Gain había analizado el pelo descubriendo que no era de él, pero tampoco de Solvia. Comparó las secuencia genéticas de ambos (caspa de él; flujo vaginal de ella –conseguido de unas bragas que encontró en el cesto de la ropa sucia la misma noche de la discusión), y no coincidieron. El descubrimiento inesperado, sin embargo, cuando descartados ella y él como propietarios ahondó en su análisis, fue que aquel pelo de pubis debía de pertenecer a un hombre, un hombre de unos cuarenta y tantos años, tirando a rubio. Prestó cierta atención a esto último, pues ya antes de casarse con ella sabía de su debilidad por los hombres con ese color de pelo.
No quería fantasear, pues estaba seguro de Solvia y de que habría una explicación estúpida y anodina para explicar la aparición del pelo púbico de un hombre rubio de unos cuarenta y tantos años en el cuarto de baño de su casa, pero no deseaba dejarlo pasar sin aclararlo. Y bien mirado, joder, la pregunta era qué hacía un pelo de las pelotas de un extraño en su cuarto de baño.
El caso es que no se le había ocurrido pensar cómo debía entrarle a Solvia sin reavivar las cenizas. ¿Qué haría ella cuando casi una semana después volviera a hablarle del pelo, cuando supiera que lo había guardado para analizarlo y así poder atribuirle un dueño?
-Pero, ¿tú estás majara o qué?- seguro que le diría, y movería la cabeza de un lado a otro, como acostumbraba a hacer, en señal de que ciertamente lo creía-. ¿De verdad me estás diciendo que te llevaste aquel jodido pelo al trabajo para ver si es mío? Eres patético.
-Espera, no saques conclusiones prematuras, ¿eh?, aquello ya acabó, ¿vale? Lo que pasa es que...- se defendería seguramente él. Pero, ¿cómo podría llegar al meollo de la cuestión sin haber provocado antes una marea de indignación en Solvia que le impidiera hablar sin pasión, digamos clínicamente del asunto? ¿Y si lo primero que le espetase fuera <>?

Salió del aparcamiento en su flamante coche familiar (el coche había sido otro motivo de fricción entre los dos. Cuando se decidieron a cambiar de coche, Solvia se empeñó en que fuera un coche pequeño, pero fue Gain quien eligió, tras varias semanas de morros y regateos, el monovolumen con el que ahora enfilaba la circunvalación de la costa. <>, en palabras de Solvia al ver el folleto que le mostró Gain la tarde en que se dirigían en su viejo coche a celebrar el último cumpleaños del chico con los abuelos, los padres de ella; <>, refunfuñó extasiada al ver el interior cuando fueron a retirarlo al concesionario).
Por delante tenía media hora de coche hasta la localidad playera donde Solvia estaría ya a la mesa (Gain miró la hora en el reloj analógico, un capricho retro del fabricante, el único objeto de la rutilante consola que no le recordaba a la N.A.S.A., y vio que pasaban unos minutos de las dos) con sus compañeros de la Asociación Literaria, que esa tarde iban a ofrecer un recital de poesía en la biblioteca municipal. Ella, por su parte, leería algunos pasajes de la última novela de Antonio Gala, y toda la lectura estaría acompañada a la guitarra. Durante el año que Solvia llevaba en la Asociación, nunca la había acompañado.
En un momento de debilidad Gain le había dicho que acudiría.
-No tienes por qué hacerlo, si no quieres. Ya sabes de qué va todo eso.
-No, de verdad, me apetece. –insistió él.
-Como quieras.
Ella iría a media mañana en el coche de una amiga y comerían allí con el resto del grupo y un miembro de la organización. Esther esperaría al chico a la salida del colegio. Si él iba podían volver juntos e ir a recogerle a casa de su hermana.
Los azules del mar y el cielo refulgían con la luz cenital del mediodía, y sin embargo declinaban hasta presagiar tormenta al atravesar las lunetas tintadas. Gain había regulado la temperatura del interior hasta unos agradables veinte grados y ahora se dispuso a seleccionar alguno de la docena de cedés insertados en el equipo musical instalado en el maletero. En la pantalla del ordenador fueron apareciendo en rápida sucesión Mozart, los Rolling, Vangelis, Bach, Tete Monteliu, Los charchaleros, Chet Baker... Chet Baker, y empezó a sonar una sedosa trompeta.

Pensó en Solvia, toda la mañana en muy edificante y poética compañía. ¿Apagarían las luces del salón de actos para que lucieran los encendedores? ¿Los balancearían con suavidad de un lado a otro como si estuvieran en un concierto de Silvio Rodríguez? ¿Sentirían, hombro con hombro, tanta emoción que una lengua de fuego iría a posarse sobre sus cabezas para hermanarles mostrándoles el recto camino de la salvación poética?
Se imaginó a Solvia saliendo al estrado, Solvia aclarándose la garganta (estaba acostumbrado a oirla recitar en casa, a leer cualquier cosa en voz alta, en una ocasión un prospecto médico de supositorios), Solvia dando las buenas tardes, dirigiendo su mirada a las personas más próximas, donde estaría segura de no encontrarle.
Y luego, de pronto, tan claro que se asustó un poco, se imaginó que él ya no existía, que llevaba años muerto. Y a continuación, en el mismo estrado, a Solvia, declamando mientras mira al público y a ratos sonríe. En la penumbra se balancean las pequeñas llamas de los encendedores, de un lado a otro, de un lado a otro. Y entre todos los que sostienen su encendedor en alto, alguien, le devuelve la sonrisa y trata de llamar su atención, sube y baja la llama, de abajo arriba, de arriba abajo.
(1) Nota del editor
De un pelo a otro
(Relato inédito)
Asdrúbal Hernández

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