miércoles, 6 de enero de 2010

La práctica del relato

Adolf Reich: Kunst und Naturfreund. Fuente:conchigliadivenere
La práctica del relato
Manual de estilo literario para narradores
Introducción
Igual que el pintor con sus colores, o el músico con los sonidos, la herramienta básica con que trabaja un escritor es el lenguaje. Su arte consiste en combinar palabras, y lo mismo que un bodegón o un paisaje van saliendo poco a poco de los tubos de pintura, podríamos decir que un cuento, una novela, dormían desde siempre en las páginas del diccionario.
Claro que con el diccionario en la mano cabría hacer un cálculo de matemática recreativa, y averiguar cuántas combinaciones serían necesarias para obtener, por medio del puro azar, un poema de Machado o un cuento de Borges. La cifra, en cualquier caso, llevaría a la cola tal cantidad de ceros, que si alguno de vosotros optara por este método aleatorio no es muy probable que sus nietos hubiesen obtenido aún la primera frase de la obra.
Con esto no quiero decir que el azar deba desterrarse del proceso de creación, y de hecho cualquier artista experimentado podría contarnos qué parte de sus logros se debe a la casualidad. En varias entrevistas, el pintor Fernando Zóbel ha referido cómo dio con su estilo inconfundible un día en que la lluvia le sorprendió con su carpeta de dibujos bajo el brazo. Al llegar a su casa, el pintor abrió la carpeta ansioso por comprobar los desperfectos... y en cambio se encontró con un hallazgo: así, con las tintas corridas por el agua, sus imágenes habían perdido toda concreción, pero esas superficies difuminadas tenían ahora un poder de sugerencia imprevisto. Los ejemplos podrían multiplicarse, aunque como es normal ningún artista sensato pondría sus esperanzas en manos de la lluvia.
A poco que la suerte ayude, eso sí, cualquier escritor o escritora que empiezan pueden alcanzar el dominio de su oficio. Es cuestión de paciencia, de afición, de estar dispuestos a perseverar en el arte esmerado de combinar palabras. Para ello, el primer obstáculo a que se enfrenta el aprendiz de escritor (y también la primera ventaja), es que comienza trabajando con un material común y corriente. Nada hay tan común como las palabras. Ellas son lo más inmediato de la vida, lo más simple. A diferencia de otros artistas, el escritor y la escritora tienen su herramienta al alcance de la mano. Conseguir un cincel y un bloque de mármol puede ser caro y difícil. En cambio las palabras siempre están disponibles, como un amante obsequioso o un amigo de los de verdad. Hasta tal punto se funde el lenguaje con el propio tejido de nuestra vida, que resulta muy fácil no percatarnos de su auténtico poder. ¿Habéis pensado alguna vez en la fuerza que tienen las palabras? Desgraciadamente, hoy sabemos que la energía encerrada en unos átomos de uranio puede destruir una ciudad entera. También las palabras son átomos de significado; pequeños ladrillos con los que construimos el edificio de la realidad. Algo muy parecido pensaba Sigmund Freud, que al principio de su libro «Introducción al psicoanálisis » coloca esta reflexión en torno a la importancia de la comunicación verbal:
«Las palabras, primitivamente, formaban parte de la magia y conservan todavía en la actualidad algo de su antiguo poder. Por medio de palabras puede un hombre hacer feliz a un semejante o llevarle a la desesperación; por medio de palabras (...) arrastra tras de sí el orador a sus oyentes y determina sus juicios. Las palabras provocan afectos emotivos y constituyen el medio general de la influencia recíproca de los hombres.»
No pienso que Freud exagerase al atribuir a las palabras esa capacidad de sugestión. Experiencias humanas tan fundamentales como el estímulo, el perdón, la amenaza, el consuelo,  dependen sólo de las palabras... y en cierto modo hasta la propia medicina, que según decía Jardiel es el arte de acompañar al paciente a la tumba con palabras griegas. También en la historia de la literatura hay muchos episodios que avalarían la opinión de Freud. Es sabido que el padre del psicoanálisis tenía en la más alta estima la obra literaria de Goethe. Poseído en su primera etapa por el espíritu romántico, tan persuasivo llegó a ser Goethe con su exaltación del amor desdichado que una oleada de suicidios cundió entre los jóvenes alemanes tras la publicación de «Las penas del joven Werther». De cualquier modo, también en este caso los ejemplos están de más: si después de todo las palabras fueran inocuas, mal se entendería una institución como la censura, vigente aún en muchos países, y cuya historia resulta tan extensa como poblada de episodios pintorescos.
Lo que los censores de todas las épocas han temido siempre en la palabra escrita es su poder de persuasión... y sólo un exceso de celo explica el que a veces se haya censurado a escritores francamente plomos, incapaces de convencer a nadie. Se mire por donde se mire, eso que llamamos persuadir es una tarea bastante difícil. Incluso de palabra. Porque lejos de portarse como una materia dócil, no es raro que las palabras lleguen a convertirse en un arma de dos filos. Así le ocurrió al Mariscal de Mac-Mahon, quien tratando de convencer a su auditorio sobre los estragos de la fiebre tifoidea, dio la siguiente explicación, merecidamente célebre:
«La fiebre tifoidea es algo terrible: o te mata o te deja idiota. Lo sé bien porque la tuve.»
Sería difícil hallar un argumento más rotundo, es verdad; y por eso hablaba antes no sólo de la ventaja que representan las palabras como materia de expresión artística, sino también del obstáculo. En efecto: quien se inicia en el arte de la pintura ha de aprender una operación tan simple como mezclar los colores en la paleta. Cuando se trata de disciplinas como la pintura o la música nadie nace enseñado; y al apuntarnos a una academia ya contamos con esa etapa previa que consiste en familiarizarnos con los propios materiales y asimilar los rudimentos del oficio. ¿Por qué no ocurre lo mismo cuando nuestra herramienta de expresión es el lenguaje? Pues tal como os decía, imagino que por esa relación familiar que ya nos une con las palabras, y que le falta al aprendiz de escultor cuando sostiene por primera vez un cincel y un martillo.
Mejor o peor, uno se las arregla con las palabras. Y así en principio todo indica que escribir consiste en llevar al papel cualquier cosa que se nos ocurra; lo que además es cierto... así en principio.
Para cualquier artista, en cambio, la fiebre tifoidea consiste en pensar que ha alcanzado el dominio de su arte. Este es el tipo de convicción que deja idiota, e incapacita para aprender de verdad. Si a diferencia del músico, el escritor puede llegar a un convencimiento semejante apenas emborrona el primer folio, el efecto hay que achacarlo a ese carácter mágico de las palabras que ya señalaba Freud; o a alguna otra forma de autosugestión que siempre actuará como un obstáculo en el proceso del aprendizaje.
Dejando aparte la magia, sobra añadir que la realidad es muy distinta. También el arte de contar historias tiene sus pentagramas y su solfeo. Mezclar colores, en la paleta o sobre el lienzo, no es más fácil ni más difícil que combinar palabras. Es otra cosa, aunque las dos operaciones siguen procedimientos muy parecidos. Ni el pintor versado en su oficio mezcla colores al azar (aunque a veces le ayuden las manos sigilosas de la lluvia), ni el escritor consciente de su arte da por buena cualquier combinación de palabras. Más bien al contrario: las elige cuidadosamente, y hace y deshace hasta encontrar la fórmula que va a influir en sus lectores de un modo más intenso y más seguro.
Al resultado de este proceso de selección lo llamamos estilo literario. Por regla general, el buen estilo literario consiste en una mezcla entre destreza, personalidad, y un último ingrediente sin nombre fijo, que los teóricos más rigurosos no han conseguido explicar hasta ahora. El filósofo Platón lo llamaba «entusiasmo» (del griego «enthousiasmos», que significa «estar poseído por un dios o un genio»), lo que de entrada es una idea tan válida como la «Inspiración» que veneraban los románticos; o esa relación fluida con los procesos inconscientes de la que hablaríamos hoy, y que es otra forma de poner nombre a lo desconocido.
De cualquier modo –con más duende o con menos–, el estilo literario tiene como fin la persuasión; lo que quiere decir que un magnífico estilo que dejase indiferentes a sus lectores (por recargado o por hermético) no estaría, al fin y al cabo, cumpliendo con su cometido. Como es obvio, ciertos lectores gozan descifrando unos complejos crucigramas que aspiran a ser historias, y están en su derecho de jalear a los autores capaces de suministrarles ese sofisticado pasatiempo intelectual. Así en general, en cambio, está comprobado que las personas comunes preferimos:
a) leer de corrido,
b) enterarnos de lo que cuenta el autor sin necesidad de saber sánscrito,
y c) sentirnos concernidos por los destinos humanos que representan las ficciones.
Doy por sentado que los lectores y lectoras de este libro os propondréis un objetivo más o menos semejante a la hora de escribir. De las formas de conseguirlo a través del estilo literario (y aunque no haya recetas infalibles) vamos a tratar ahora.

DE LA NORMA A LA PRÁCTICA
La retórica tradicional llama «estilo» al modo peculiar de expresarse un escritor o una escritora. Naturalmente, este carácter peculiar no ha de entenderse como una bula para la extravagancia, y por eso las retóricas clásicas establecían como virtudes cardinales del buen estilo la de adecuarse a su asunto (aptus), la corrección léxica y sintáctica (puritas), la claridad (perspicuitas), y también un cierto grado de adorno en la expresión (ornatus). Respetando estas normas venerables hay una alta probabilidad de que nuestros textos no se conviertan en un galimatías, lo que de momento es un buen principio. Por eso es verdad que las reglas son útiles... Y en cambio todos sabemos por experiencia que dejan muy desamparado a la hora de enfrentarse al papel. Instruyen, qué duda cabe, aunque al final ayudan poco. En el terreno de la escritura hay un trecho demasiado grande entre una norma y su aplicación, y es frecuente que las preceptivas al uso enseñen al aprendiz de escritor qué debe evitar, qué debe hacer, pero no la manera de hacerlo.
Por mi parte, me inclino a pensar que esta laguna tiene su origen en el carácter en cierto modo inmaterial de la herramienta que manejamos en la ficción literaria. Hay una serie de ejercicios que dotan al aprendiz de bailarín de los músculos flexibles que requiere su arte. También el escritor o la escritora que empiezan han de hacerse un estilo musculoso y flexible a la vez, y en cambio cómo se echa de menos esa tabla de ejercicios que puedan conducirles a ello. Las palabras no son, en principio, algo tan tangible como un músculo.
Sin duda hay adjetivos tersos como los gemelos de una bailarina; pero ese tacto para el adjetivo, si descendemos a los hechos, resulta que no puede transmitirse a través de un método exacto. Se adquiere por sedimentación. Es una destreza del todo peculiar que se va refinando por medio de la práctica.
A través de las pruebas, las reescrituras, ese infatigable proceso de corrección que da cuerpo a un relato o a una novela, cada escritor va descubriendo por sí solo el estilo que mejor se adapta a sus necesidades expresivas o al asunto que trate en la obra. Como también es cierto que cada profesor de escritura creativa termina por elaborar, atendiendo a la experiencia, un método más o menos informal que le sirve de guía en sus cursos... pero sólo de guía.
Con más o menos método, yo no podría explicaros ahora mismo cómo se consigue un estilo literario eficaz. Sí puedo, en cambio, pensar en voz alta en torno a mi experiencia con escritores y escritoras principiantes. Desde ella cabe detectar algunos de los obstáculos más comunes cuando se empieza a escribir, y proponer unas cuantas estrategias para encararlos con éxito.
Nunca serán reglas, sino meras orientaciones; aunque en este sentido tiendo a creer que hay una serie de cualidades básicas que hacen legible un texto de ficción, y a poco que su asunto tenga atractivo, aseguran, o casi, el interés de los lectores.
A mí me sale una lista de cuatro, y serían: naturalidad, visibilidad, continuidad, y personalidad. Como es obvio, no hay en la lista nada nuevo ni especialmente revelador. Se trata, si queréis, de un camino entre otros para obtener esa «manera peculiar de expresarse» que definían las retóricas tradicionales.
En las páginas que siguen, os invito a que andemos este camino paso por paso.
La práctica del relato
Manual de estilo literario para narradores
Ángel Zapata

Buscando la musa en otro lado
Será cierto que "QUOD NATURA NON DAT SALMANTICA NON PRAESTAT", o pudiera ser que las "uvas no estaban maduras".¿Perdió el tiempo entonces Aristóteles, con su: "acción total y perfecta que tenga principio, medio y fin," en su arte poética? ¿Nos gusta a los escritores el "tormento"creativo, más que la responsabilidad como "creadores"?. ¿Buscamos la radiante musa fuera del estudio? Será tan apetitosa la musa, como la joven del cuadro de Adolf Reich y por último, ¿vamos a aceptar que Ángel Zapata, nos explique lo que todos sabemos? ¿Saben lo que es un cocodrilo? ¿Saben que en el cuadro de Adolf Reich, hay un cocodrilo? No voy a intrigarles; los zapatitos de charol, son el cocodrilo. Si leen a Ángel Zapata, sabrán por qué. No se lo pierdan.
Luis Markos

Sobre él
El libro
El curso de escritores, donde se desarrolla el libro
En Ïtaca: La práctica del relato
En Ítaca: Y monstruos y naves espaciales
En Ítaca: «entusiasmo»
En Ítaca: La fiebre tifoidea

Entrevista en El síndrome Chejov
Ángel Zapata en la Wikipedia

Apuntes del curso de relato breve

Y lo que hace falta...

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