viernes, 30 de enero de 2009

Amado monstruo

Fortunio Liceti: Monstruos (Fuente:BIUM)
Amado monstruo
Capítulo I
Está sentado tras una enorme mesa y ni siquiera hace ademán de levantarse cuando entro en el despacho. Se limita a darme la mano. Tiene ojos azul porcelana que armonizan con el color de su corbata, pelo rubio de paja, mejillas sonrosadas y nariz afilada de canónigo intrigante. Su aspecto, en líneas generales, resulta afable. Veremos, sin embargo, qué sucede a partir de ahora. Me invita a tomar asiento, refuerza su sonrisa y se presenta como H.J. Krugger, Director del Departamento de Personal. Habla con un ligero acento extranjero arrastrando las erres y oscureciendo las vocales. Quiere dejar claro desde el principio que los métodos que utiliza para seleccionar a los futuros empleados del Banco son bastante heterodoxos y que nuestra entrevista va a ser bastante larga. Deberé responder a todas las preguntas que me haga, incluso aquellas que puedan parecerme excesivamente íntimas, sin omitir ningún detalle (tampoco los más insignificantes) porque en cualquiera de esos detalles puede esconderse el dato revelador. Tiene mi expediente sobre la mesa, pero me pide que le repita algunos datos personales.
Llegó, pués, el gran momento. Le digo que me llamo Juan D., que he cumplido ya los treinta años, que perdí a mi padre cuando yo era todavía un niño y que vivo con una madre que me idolatra, pero que me hace la vida imposible.
Krugger consulta brevemente el expediente y pregunta cómo es posible que ni siquiera terminase mis estudios primarios. Le digo que mi madre me sacó de la escuela antes de que cumpliese los ocho años, para librarme de los otros niños, que se complacían rompiéndome los cuadernos y pinchándome con los compases. A partir de entonces, fué ella la que cuidó personalmente de mi educación, siguiendo los mismos libros de texto que hubiese utilizado en la escuela, pero dándoles tal vez una interpretación bastante personal.
Se interesa por mi último empleo. Una pregunta de rigor. Le confieso que no he trabajado nunca y se maravilla de que, en estos tiempos que corren, pueda existir un hombre que haya sobrevivido treinta años sin necesidad de trabajar. Replico diciéndole que no se sorprendería tanto si conociese la obsesión de mi madre por tenerme constantemente pegado a sus faldas. En cierto modo (le digo) ella es la culpable de que no haya trabajado antes.
Empieza a comprender que mi madre juega un importante papel en mi vida. Carraspea, arquea las cejas y enciende un cigarrillo. Quiere conocer las razones que me impulsaron a escribirles. Las páginas de los diarios están llenas de ofertas de empleo. ¿Por qué les elegí precisamente a ellos?

Procuro responder con brevedad y precisión, sin alargarme demasiado. Le digo que la primera razón (y la más importante) fue la imperiosa necesidad de empezar a trabajar, para no continuar viviendo de la sopa boba. Otra razón (que explica por qué les escribí precisamente a ellos) fue el profundo respeto que he sentido siempre por los bancos, a los que considero como una especie de catedrales laicas, como templos de acero y aluminio en los que se premia en este mundo el trabajo y el ahorro de los hombres.
Sacude la cabeza, sorprendido tal vez por mis metáforas, impropias de un hombre que apenas ha ido a la escuela. Tal vez sea la primera vez que oye llamar catedrales a los bancos. Pasado el primer instante de sorpresa, me mira a los ojos, como tratando de descubrir si le estoy tomando el pelo. Le sostengo la mirada sin parpadear, hasta que desaparece su expresión suspicaz. Prosigo diciéndole que les escribí la carta a escondidas de mi madre, mientras ella estaba en la cocina. pero que finalmente descubrió lo que me traía entre manos y que entonces se puso como un basilisco.
¿Por qué? me pregunta cortésmente, entre las azuladas nubes de humo que se escapan de su cigarrillo.
No resulta fácil responder con cuatro palabras y me encojo de hombros. Le veo sonreír levemente, como si aceptase y comprendiese hasta cierto punto las inhibiciones y timideces de los candidatos. Esablece una breve pausa y repite luego que necesita conocer todos los detalles de la vida de los aspirantes a trabajar en el Banco, porque esos detalles (por nimios que parezcan) suelen proyectarse luego ampliamente sobre el quehacer cotidiano, con todo lo que ello puede significar para la buena gestión de cualquier empresa. Añade que, por otra parte, nadie es capaz de distinguir lo pequeño de lo grande sin riesgo de equivocarse y que son precisamente los pequeños detalles los que mejor pueden revelar el verdadero carácter de los hombres.
Amado monstruo
Javier Tomeo

34
La edición que dispongo, me la ha prestado mi hermano, pues no encuentro la mía; es de Círculo de Lectores, tapa dura y con una introducción de Enrique Murillo. En dicha introducción, Enrique Murillo, situa en el contexto de la literatura la obra de Tomeo. Entresaco de la misma varias frases: "la perfección de su factura narrativa y estilística"; "convertido ya en escritor de culto por parte de grandes minorías en Alemania y en Francia"; "La obra entera de Tomeo, en especial la de su segunda época, se caracteriza por su fácil acceso para el lector, y por sus abundantes dosis de humorismo brutal en el que intervienen a partes iguales la lógica del lenguaje (constantemente burlada) y la lógica de la razonabilidad (tomada, también, a chirigota)." En esta edición de Círculo, se hallan una junto a la otra dos de las obras maestras de Tomeo: Amado monstruo y El castillo de la carta cifrada, ambas pertenecen a la madurez del original estilo de Tomeo. Dicen que el Premio Nobel le llama todos los años, pero equivoca el prefijo, lo pondremos una vez mas, es el 34.

Algunas de sus obras en Anagrama
Acceder al artículo sobre él, en la Wikipedia.
Hans Felten: "Javier Tomeo, Amado monstruo:Una lectura plural"
Más sobre su "peculiar estilo". "María Elena Fernández Clavería:La involución de los caracoles"
El comienzo de "El castillo de la carta cifrada" en Ítaca.
Un trozo de texto de Diálogo en re mayor

domingo, 25 de enero de 2009

La guerra de los dioses


LA GUERRE DES DIEUX
CHANT PREMIER
Le Saint-Esprit est l’auteur de ce poème. Arrivée des dieux du christianisme dans le ciel. Colère des dieux du paganisme apaisée par Jupiter. Ils donnent un dîné à leurs nouveaux confrères. Imprudence de la vierge Marie. Insolence d’Apollon.

Dans ce temps là, frères, de l’évangile
Ma piété méditait quelques mots ;
Il était nuit, et le sommeil tranquille,
Autour de moi prodiguait ses pavots ;
Une éclatante et soudaine lumière
Frappe mes yeux ; des parfums inconnus
Sont tout à coup dans les airs répandus ;
En même temps d’une voix étrangère
Je crois entendre et j’entends les doux sons :
Je me retourne, et sur mon secrétaire
Je vois perché le plus beau des pigeons.
A cet éclat, à cette voix divine,
Sur mes genoux je tombe, je m’incline,
Et dis : « Seigneur, que voulez-vous de moi ? »
– En vers dévots il faut chanter ma gloire,
Il faut chanter notre antique victoire,
Et des Français corroborer la foi.
– Hélas ! Seigneur, à cette oeuvre sublime
D’autres auraient un droit plus légitime.
De vos combats, de vos exploits divers,
Quoique dévot, j’ai peu de connaissances :
Le temps d’ailleurs corrige les travers ;
Et j’ai sans peine abjuré prose et vers.
– Je le sais bien, mais à ton impuissance
Je suppléerai : recueille tes esprits,
Sois attentif ; je vais dicter, écris.
Sans examen je dois donc tout écrire.
Si dans mes vers se glissent quelquefois
Des traits hardis étrangers à ma lyre,
On aurait tort d’en accuser mon choix ;
La faute en est à celui qui m’inspire.


LA GUERRA DE LOS DIOSES
CANTO PRIMERO
El Espíritu Santo es el autor de este poema. Los dioses del cristianismo llegan al cielo. Júpiter aplaca la cólera de los dioses paganos, que ofrecen una comida a sus nuevos colegas. La imprudencia de la Virgen María. La insolencia de Apolo.

En aquel tiempo, hermanos, mi piedad meditaba sobre ciertas palabras del Evangelio. Era de noche y un sueño tranquilo prodigaba a mi alrededor sus adormideras. De pronto, una luz resplandeciente hirió mis ojos y perfumes ignotos se expandieron por el aire. Creí oír también, y oí, el dulce son de una voz desconocida. Ante tanto esplendor, ante aquella voz divina, caí de rodillas e, inclinándome, dije:
-Señor, ¿qué queréis de mí?
-Que cantes en versos piadosos mi gloria y nuestra antigua victoria,
y que corrobores la fe de los franceses.
-Ay, Señor, otros tienen más derecho a realizar esta obra sublime. Yo, aunque devoto, apenas conozco vuestras lides y vuestras muchas hazañas. Además, el tiempo corrige los defectos y yo he renunciado, sin pena alguna, al verso y a la prosa.
-Lo sé bién, pero yo proveeré a tu impotencia: reune tus fuerzas, presta atención; voy a dictar: escribe.
Todo tuve, pues, que transcribirlo sin examen previo. Si en los versos se han deslizado, aquí y allá, rasgos de audacia extraños a mi lira, harías mal en acusarme de ello; la culpa es de quien los ha inspirado.

La guerra de los dioses
(Prefacios de Eduardo Moga y Rubén Solís Krause)
(Traducción de Eduardo Moga)
Évariste Parny

Blasfemia liberadora
El cristianismo, hablamos de él, es una religión "capada". Siendo como es, la más grande religión del Amor, su aversión al sexo es también la mayor de las grandes religiones. En "La guerra de los dioses", (no es una gran obra literaria) Évariste Parny (1753-1814), hace una melé con los dioses y diosas paganos y cristianos.
¿Qué finalidad tiene la obra? Claramente vapulear al cristianismo. Chateaubriand escribió "El genio del cristianismo", como una reacción frente a "La guerra de los dioses". Hizo pupa, desde luego que hizo pupa.
La edición que yo tengo es la de Ma non troppo de ediciones Robinbook, es una edición bilingüe que va acompañada de los grabados de Agostino Carracci; los prefacios de Eduardo Moga y Rubén Solís Krause, ambientan adecuadamente la obra. La traducción es del poeta Eduardo Moga, está prosificada y a mí me gusta.
El texto tiene "bofetadas" al cristianismo de buen calibre:
"-Así pues-dice Júpiter-, el hombre, estúpido y voluble, rinde a Jesús su pobre y chato homenaje: a tal amo, tal criado. Los criados bendicen la esclavitud y, abatidos, ultrajados, no protestan jamás. A estos memos se les puede engañar sin ningún peligro. Todo les está bien, y su piadosa mejilla se ofrece espontáneamente a las bofetadas. Nada hay más cómodo para los tiranos, y con razón Constantino elogia las ventajas del sistema de moda. Gracias a los cristianos, este taimado bribón disfruta de un tranquilo sueño en su colchón de plumas."
"La guerra de los dioses" es un libro contra la tiranía y ello es suficiente cuando se lo tiene entre las manos para hojearlo sensualmente, leerlo al paso y mirar los grabados de Carracci, que ayudan a levantar la moral.

Sobre Évariste Parny
Grabados de Carracci
La guerre des dieux
Más en letras libres

sábado, 17 de enero de 2009

Elogio de la locura

Hans Holbein el Joven:Erasmo de Rotterdam
LAUS STULTITIAE
DES.
ERASMI
Roterodami
ENCOMIUM MORIAE,
sive
DECLAMATIO
in laudem
STULTITIAE.
Ejusdem libelli de ratione
studiorum.
Phaedrus lib. III. Fab. ul. Aesopiar.
SUspicione si quis errabit suâ,
Et rapiet ad se quod erit communa omnium,
Stulte nudabit animi conscientiam.
Huic excusatum me velim nihilominus:
Neque enim notare singulos mens est mihi.
Verum ipsam vitam & mores hominum ostendere.
Querolus Prologo.
IN ludis autem ac dictis antiquam nobis veniam exposcimus
Nemo sibimet arbitretur dici, quod nos populo dicimus.
Neque propriam sibimet causam constituat communi ex joco,
Nemo aliquid recognoscat, nos mentimur omnia.

ERASMI ROTEROD.
Praefatio
IN ENCOMIUM MORIAE.
Erasmus Roterodamus Thomae Moro suo S.D.
SUPERIORIBUS diebus cum me ex Italiâ in Angliam reciperem, ne totum hoc tempus, quo equo fuit insidendum, amoúsois & illitteratis fabulis tereretur, malui mecum aliquoties vel de communibus studiis nostris aliquid agitare, vel amicorum (quos hic ut doctissimos, ita suavissimos reliqueram) recordatione frui. Inter hos tu, mi More, vel in primis occurrebas. Cujus equidem absentis absens memoria non aliter frui solebam, quam praesentis praesens consuetudine consueveram: quâ, dispeream, si quid unquam in vita contigit mellitius. Ergo quoniam omnino aliquid agendum duxi & id tempus ad seriam commentationem parum videbatur accommodatum, visum est Moriae encomium ludere. Quae Pallas istuc tibi misit in mentem inquies? Primum admo- [fol. A2v] nuit me Mori cognomen tibi gentile, quod tam ad Moriae vocabulum accedit quam es ipse à re alienus. Es autem vel omnium suffragiis alienissimus. Deinde suspicabar hunc ingenii nostri lusum tibi praecipue probatum iri, propterea quod soleas hujus generis jocis, hoc est nec indoctis, ni fallor, nec usque quaque insulsis, impendio delectari: & omnino in communi mortalium vita, Democritum quendam agere. Quanquam tu quidem, ut pro singulari quadam ingenii tui perspicacitate longe lateque a vulgo dissentire soles, ita pro incredibili morum suavitate facilitateque cum omnibus omnium horarum hominem agere, & potes, & gaudes. Hanc igitur declamatiunculam, non solum lubens accipies, ceu mnemóstonon tui sodalis, verum etiam tuendam suscipies, utpote tibi dicatam iamque tuam non meam. Etenim non deerunt fortasse vitilitigatores, qui calumnientur partim leviores esse nugas, quam ut Theologum deceant, partim mordaciores quam ut Christiane conveniant modestiae: nosque clamitabunt, veterem Comoediam, aut Lucianum quempiam referre, atque omnia mordicus arripere. Verum quos argumenti levitas, & ludicrum offendit, cogitent velim, non meum hoc exemplum esse, sed idem [fol. A3r] jam olim a magnis auctoribus factitatum; cum ante tot secula Batrachomyomachian luserit Homerus, Maro culicem, & Moretum Ovidius. Cum Busiriden laudarit Polycrates, & hujus castigator Isocrates, Iniustitiam Glauco, Thersiten, & quartanam Febrim Phavorinus, Calvitiem Synesius, Muscam & Parasiticam Lucianus. Cum Seneca Claudii luserit apotheosin, Plutarchus Grylli cum Ulysse dialogum, Lucianus & Apulejus asinum, & nescio quis Grunnii Corocottae porcelli testamentum, cujus & divus meminit Hieronymus Proinde, si videbitur, fingant isti me latrunculis interim animi causa lusisse, aut si malint, equitasse in arundine longa. Nam quae tandem est iniquitas, cum omni vitae instituto suos lusus concedamus, studiis nullum omnino usum permittere, maxime si nugae seria ducant, atque ita tractentur ludicra ut ex his aliquanto plus frugis referat lector non omnino naris obesae, quam ex quorundam tetricis ac splendidis argumentis? Veluti cum alius diu consarcinata oratione rhetoricen aut philosophiam laudat, alius principis alicujus laudes describit, alius ad bellum adversus Turcas movendum adhortatur, alius futura praedicit, alius novas de lana caprina comminiscitur quaestiunculas. Ut enim [fol. A3v] nihil nugacius quam seria nugatorie tractare, ita nihil festivius quam ita tractare nugas, ut nihil minus, quam nugatus fuisse videaris. De me quidem aliorum erit judicium. Tametsi, nisi plane me fallit philautia, Stultitiam laudavimus, sed non omnino stulte. Iam vero ut de mordacitatis cavillatione respondeam, semper haec ingeniis libertas permissa fuit, ut in communem hominum vitam salibus luderent impune, modo ne licentia exiret in rabiem. Quo magis admiror his temporibus aurium delicias, quae nihil jam fere nisi solennes titulos ferre possunt. Porro nonnullos adeo praepostere religiosos videas, ut vel gravissima in Christum convitia ferant citius, quam pontificem, aut principem levissimo joco aspergi, praesertim si quid pros ta achphita attinet. At enim qui vitas hominum ita taxat ut neminem omnino perstringat nominatim, quaeso utrum is mordere videtur an docere potius ac monere? Alioqui quot obsecro nominibus ipse me taxo? Praeterea qui nullum hominum genus praetermittit, is nulli homini, vitiis omnibus iratus videtur. Ergo si quis extiterit, qui sese laesum clamabit, is aut conscientiam prodet suam, aut certe metum. Lusit hoc in genere multo liberius ac mordacius Divus [fol. A4r] Hieronymus, ne nominibus quidem ali quoties parcens. Nos praeterquam quod a nominibus in totum abstinemus, ita praeterea stilum temperavimus, ut cordatus lector facile sit intellecturus, nos voluptatem magis quam morsum quaesisse. Neque enim ad Iuvenalis exemplum occultam illam scelerum sentinam usquam movimus, & ridenda magis quam foeda recensere studuimus. Tum si quis est quem nec ista placare possunt, is saltem illud meminerit, pulchrum esse a stultitia vituperari: quam cum loquentem fecerimus, decoro persone serviendum fuit. Sed quid ego haec tibi, patrono tam singulari, ut causas etiam non optimas, optime tamen tueri possis? Vale disertissime More, & Moriam tuam suaviter defende. Ex rure. V. Idus Iunias. [An. MDVII].

ELOGIO DE LA NECEDAD
DEDICATORIA
ERASMO DE ROTTERDAM, A SU AMIGO
TOMÁS MORO: SALUD

Durante el viaje que hice no ha mucho de Italia a Inglaterra, con el fin de no malgastar en conversaciones banales e insípidas todo el tiempo que tuve que ir a caballo, resolví, ya meditar de cuando en cuando en nuestros comunes estudios, ya complacerme con el recuerdo de los amigos entrañables y doctísimos que dejé en esta tierra.
Entre éstos, mi querido Moro, tú ocupabas el primer lugar. Tal recuerdo no me deleitaba menos de lo que acostumbraba deleitarme a tu lado, que es la cosa del mundo, bien puedo asegurarlo, que me ha producido más dulce contentamiento. Pero como había que ocuparse en algo al fin y al cabo, y la ocasión era poco acomodada para las profundas meditaciones, pensé componer un Elogio de la Necedad.
``¿Qué Minerva(1) -me dirás tú- te ha metido en la cabeza semejante idea?'' En primer lugar, la idea me la inspiró tu apellido, tan parecido a la palabra moria (en griego, necedad), como tu persona se diferencia de la cosa, pues, según pública opinión, tú estás del todo ajeno a ella. En segundo término, supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no carecen, a mi entender, de sabor ni de gusto, y que en la condición ordinaria de la vida te comportas como Demócrito(2), y si bien tú, por la perspicacia de tu ingenio, estás sin duda alguna a una gran distancia del vulgo, sin embargo, gracias a la increíble dulzura y afabilidad de tu carácter, con todos te avienes, con todos te tratas, con todos te llevas bien y con todos diviertes.
Por tanto, no sólo has de recibir gustoso este discursillo como un recuerdo de tu amigo, sino que también debes tomarlo bajo tu protección, pues desde el momento en que te lo dedico, es ya tuyo y no mío. Porque quizá no falten criticastros que lo censuren, diciendo unos que éstas son bagatelas indignas de un teólogo; otros, que son muy mordaces para no herir la moderación cristiana, y repetirán a grandes gritos que resucitamos la comedia antigua, que copiamos a Luciano(3), y que lo desgarramos todo a dentelladas.
Mas, en cuanto a los que se escandalizan de la ligereza y de lo jocoso del asunto, querría que pensasen en que yo no soy el inventor del género, sino que desde antiguo ha sido puesto en práctica por grandes escritores, pues ha siglos que Homero cantó las guerras de las ranas y de los ratones en la Batracomiomaquia(4); Virgilio, a los mosquitos y al almodrote; Ovidio, a las nueces; Polícatro hizo el elogio de Busiris(5), e Isócrates lo fustigó; Glauco(6) celebró la injusticia; Favorino, a Tersites y las cuartanas; Sinesio, la calvicie; Luciano, las moscas y los parásitos; Séneca escribió la apoteosis de Claudio; Plutarco, el diálogo de Grillo con Ulises; Luciano y Apuleyo, el asno; y no sé quién, el testamento del cochinillo Grunio Corocota, de que hace mención San Jerónimo. Por tanto, si esto les agrada, que se imaginen que he estado distraído jugando al ajedrez, o, si lo prefieren, que he cabalgado en un palo de escoba. Pues siempre será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad el derecho a divertirse, no se consienta ningún solaz a los que se dedican el estudio, sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas lucubraciones de ciertos escritores, como son aquellos discursos zurcidos de retazos de varios autores, en que se ensalza la Retórica o la Filosofía, o se alaba a un príncipe, o se exhorta a la guerra contra el turco, o se predice el porvenir, o se entablan nuevas cuestiones por cosas de nada. Porque, así como no hay nada más tonto que tratar las cosas serias de una manera frívola, del mismo modo nada hay tan divertido como tratar de un asunto baladí sin dar sospechas de que lo sea. Es cierto que al público toca juzgarme; no obstante, si el amor propio(7) no me engaña de un modo manifiesto, me parece que aunque he hecho el Elogio de la necedad, no lo hice del todo neciamente.
Por lo que respecta al reproche de mordacidad, responderé que siempre se ha concedido al ingenio la libertad de chancearse sin recelo de las cosas humanas, con tal que esa licencia no degenere en frenesí. Por lo cual, me admira grandemente la delicadeza de los oídos de nuestros días; casi no pueden escuchar sino los títulos aduladores, y por eso verás gentes que entienden tan al revés la religión, que antes tolerarán los más graves ultrajes contra Cristo, que una ligera broma acerca de un Papa o de un rey, sobre todo si en ello les va el pan.
Pero yo pregunto: Criticar las costumbres de los hombres sin atacar a nadie individualmente, ¿es acaso morder, o más bien enseñar y aconsejar? Por lo demás, ¿no me critico yo mismo desde muchos aspectos? Además, cuando en la crítica no se omite ninguna clase social, no puede decirse que vaya contra nadie en particular, sino contra todos los países, y, por consiguiente, si alguno se considerase ofendido, o es que su conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse retratado en ella.
San Jerónimo escribió en este género con más libertad y mordacidad, en varias ocasiones hasta sin perdonar los nombres propios. En cuanto a nosotros, aparte de que nos hemos abstenido completamente de nombrar a nadie, hemos guardado tal moderación en el estilo, que el lector avisado comprenderá desde luego que nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder. En ningún momento hemos seguido el ejemplo de Juvenal, removiendo el fangal oculto de los vicios, sino que nos hemos limitado a pasar revista a las ridiculeces más bien que a las torpezas. Y si hay alguien a quien estas razones no le convenzan, tenga en cuenta, por lo menos, lo bonito que es ser censurados por la Necedad, y que, al hacerla hablar, hemos debido caracterizarla convenientemente.
Pero ¿a qué insistir más contigo, siendo, como eres, ten especial abogado, que aun las cosas que no fueran tan justas como éstas pudieras defender magistralmente? Adiós, elocuentísimo Moro, y toma con calor la defensa de esta Moria.

En el campo, 9 de junio de 1508.

Minerva(1). Alusión a la Odisea, donde Minerva es la diosa de la inspiración, de las artes y de los poetas
Demócrito(2). A lo largo de toda esta obra aparece la figura de Demócrito (siglo v a.C.) como crítico de la condición humana tal como nos lo presentan Juvenal y Séneca, es decir, filósofo que tomaba siempre el lado amable de las cosas, que reía de las necedades humanas y cuyo bien supremo consistía en la liberación de estas.
Luciano(3). El mordaz Luciano de Samósata, uno de los escritores griegos que Erasmo más degustó y de quien publicó en Paris, en 1506, un compendio de sus diálogos, traducidos en parte por él mismo y en parte por Tomás Moro.
Batracomiomaquia(4).Es una parodia de la Ilíada, bajo la forma de un poema burlesco de 294 versos que al parecer no fué escrita por Homero como pensaba Erasmo.
Busiris(5).Busiris es un rey legendario de Egipto, el cual, según la fábula, sacrificaba a los extranjeros que penetraban en su reino
Glauco(6).Hermano de Platón.
propio(7).A lo largo de toda la obra Erasmo recoge, de la tradición griega, la encarnación de ideas, una muestra es que haya escrito aquí en griego (greek)(/greek) (Filaucia), que en español significa el Amor Propio, refiriéndose a él como a un personaje que engaña.

Elogio de la locura
(Traducción del latín y prólogo de A. Rodríguez Bachiller)
Erasmo de Rotterdam

Mas vale leerlo tarde que nunca
Yo leí muy tarde, tardísimo el "Elogio de la locura" y su impacto fué estremecedor. Lo leí en un lugar paradisiaco, en el "Urdaibai", en una edición de bolsillo, y recuerdo perfectamente que me preguntaba segun leía:"Cómo era posible que no lo hubiese leído antes", siendo como es, una maravilla literaria y del pensamiento humano. Erasmo nos cuenta en un párrafo cómo ha nacido la locura, "entre los deliciosos transportes del amor"; el libro engendrado por él ha nacido de uno de los transportes intelectuales mas sabios y hermosos que la mente humana ha producido:
"Mi padre no me ha concebido en su cerebro como Júpiter concibió en el suyo a la mezquina y brusca Minerva; pero me ha dado por madre a Neotete, la Juventud, la más bonita, la más alegre, la más vivaracha de todas las ninfas. No soy el fruto de los deberes de un triste matrimonio como el del cojitranco Vulcano; he nacido, como dijo el gran Homero “entre los deliciosos transportes del amor”. Y para que no os engañéis no fue cuando era ya viejo y casi ciego, según lo describe Aristófanes, cuando me engendró Pluto, sino mucho antes, cuando se hallaba en la plenitud de su vida y el fuego de la juventud hervía en sus venas en uno de aquellos agradables instantes en que el néctar que había bebido en la mesa de los dioses, le puso de buen humor."
¿Por qué no lo leí antes? Porque es uno de esos libros de Bayard, al que tenemos "ubicado" y referenciado a multitud de etiquetas y del que aparentemente poco mas se puede sacar. ¡Craso error!El placer de su lectura es comparable a hacer el amor y la satisfacción es la misma.

Sobre Erasmo aquí
Leer el libro en BVC aqui
Otra traducción aqui
(Leer el libro en papel es mas saludable para la vista)

sábado, 10 de enero de 2009

De un pelo a otro

Asdrúbal Hernández
(Relato completo e inédito)
De un pelo a otro
Con un nervio impropio de su complexión el chico grandote se puso en pie y gritó fuerte para que le oyeran todos:
-¡Mecagüen! ¿Quién a sido, eh? ¡Jodé!
Los chicos que le habían gastado la broma mudaron al pronto su semblante socarrón.
Seguían todos sentados, sin soltar prenda. No estaban ya tan seguros de que la broma fuera a tener las divertidas consecuencias que imaginaron. Por lo pronto las carcajadas habían dejado paso a una sonrisa helada, y alguno, entendiendo antes que nadie lo que se venía encima, ya había puesto cara de estar cagándose en los pantalones.
¿Acaso no habían visto en alguna ocasión cómo se arrancaba aquel gigantón cuando reventaba? Daba con la mano abierta. El Petisuí ya lo había probado; el muy bestia a punto estuvo de desvirgarle el tímpano.
Y parecía a un pelo de reventar.
-¡E cagon la madre! ¿Quié a szido? –volvió a bramar.
Y como no mirara a nadie en particular, sino que les abarcó a todos con aquellos ojos de loco de atar, de pronto se desató el pánico. Tres chicos saltaron del grupo como si llevaran muelles en los pies. Uno de ellos trastabilló a los pocos metros y se quemó las rodillas en el cemento. Era Petisuí. Sin mirar atrás, volvió a salir zumbando. Las rodillas peladas. A lo Cristo. Ni sensación; ¡como para perder un segundo en duelos! Fueron los cincuenta metros libres más rápidos de cuantos se habían corrido jamás en el campo de futbito del colegio público Ramón Bajamar y Lehende. Pero los demás se perdieron la proeza; menos dotados de reflejos, o simplemente maravillados ante la visión del grandullón vociferante, seguían con el culo pegado al suelo. Eso sí, cada cual había tensado el cuerpo para salir zumbando en el último instante.
Entonces se oyó un chillido de mujer.
-¡Sebas!
La mujer había abandonado a toda prisa el banco donde estaba sentada y venía corriendo. Todos la miraron.
-Sebas, ¿qué pasa?
Alguno de los chicos supo entonces que ya no corría peligro, y envalentonado dijo por lo bajini:
-Ahí viene su mamita a ponerle a mear. No sabe mear si no se la saca su mamita.
El grandullón volvió a mirar al grupo, después a su mamá, que se acercaba, y a continuación otra vez al grupo. Pero su mirada había perdido la fiereza de un segundo antes. Algo había ocurrido en él; el impulso de machacarles la cabeza se había esfumado. Fue cerrando las manazas hasta que los puños semejaron porras, sus brazos se tensaron, pero en su cabeza estallaron imágenes que nada tenían que ver con aquellos chicos y la broma que acababan de hacerle. Entonces volvió a ver en ellos a sus amigos y compañeros de clase, y sonrió.
- ¿Eh? ¿Vale? Yo no he zido.
Y se oyó una carcajada general, una enorme carcajada de alivio.
(Años mas tarde)(1)
Quería estar seguro de que había entendido bien, que no era como las otras veces, y regresó a los lavabos. Le parecía que últimamente se estaba repitiendo eso mismo con cierta frecuencia. Y si al principio no le daba importancia (cuántas pequeñas cosas quedan sin explicarse en nuestra cabeza, cosas sin importancia, pequeños fallos de percepción por parte de los sentidos), ahora empezaba a pensar que aquella bobada podía llegar a obsesionarle si no conseguía encontrarle una explicación.
Entró en los lavabos y se dirigió al excusado, en el interior de cuya puerta había leído con toda claridad aquella frase: Cabrón el que no lo lea. En ese instante oyó que entraba alguien más y sin volverse, se apresuró a encerrarse por dentro. Bajó la tapa del inodoro y se sentó.
-Y cando te vayas de casa de tus padres, ¿adónde irás? –dijo una voz que le era familiar.
Leyó la frase: Cabrón el que lo lea. La leyó una y otra vez. Cabrón el que lo lea, no cabrón el que no lo lea. Había vuelto a suceder.
-¿Te irás a vivir con ella?
-No. Alquilaré un apartamento.
La voz del que respondía no le sonaba.
-De todas maneras ni siquiera sé cuándo podré marcharme.
-Ya. Bueno, pero has empezado a pensar en ello, ¿no?
Oyó la descarga de agua de los urinarios de pared, y a continuación el agua corriendo en los lavabos.
-Tengo que hablar con mis hermanos. No sé. Algo habría que hacer, porque, la verdad, estoy hasta los huevos.
La voz desconocida se echó a reír.
-Los padres. Qué le vamos a hacer. Deberíamos tener una fecha de caducidad, ¿no? Como en La fuga de Logam. ¿Viste aquella película?
Ahora era la voz familiar quien reía.
-Ya casi es la hora –dijo-. Yo voy a quedarme a comer por aquí. Si te apetece...
Saltó la tobera de aire del secador de manos.
-No, lo siento. Me veo con Laura.
Se abrió de nuevo la puerta.
-Tu sombra, ¿eh?
Las risas se alejaron antes de que la puerta volviera a cerrarse y dejaran de oirse del todo. El secador de manos siguió haciendo ruido durante unos segundos más y luego cesó también. Y entonces él salió del excusado.
Naturalmente, había vuelto a suceder. Y como en ocasiones anteriores, con una frase sencilla y de enunciado unívoco. Otra vez había extraído un significado erroneo, incluso después de leerla repetidamente.
Mientras se encaminaba a su mesa a coger la chaqueta y la cartera, se preguntó cuánto tiempo hacía que le venía ocurriendo, y si eran los primeros síntomas de algo que debiera consultar con el médico.
Cogió la chaqueta del perchero y se la puso. Entonces se acordó de los resultados de las pruebas del A. D. N., y quiso echarles otro vistazo. En ese momento un grupo se dirigía a la salida. El que encabezaba la marcha se desvió un poco para acercarse a él por detrás y palmearle el hombro sin detenerse.
-¿Te quedas el último para hacer méritos, Gain? –dijo, provocando la risa de todos-. Pues no te molestes, el capullito de alhelí se ha ido hace rato.
-Si estuviera de buen humor te mandaría a tomar por culo. Pero estoy de mal humor- respondió él, forzando una sonrisa.
Odiaba a aquel tipo, del que se contaban algunas cosas verdaderamente extraordinarias acerca de su talento para viajar a costa de los laboratorios. Las risas se redoblaron camino de la puerta principal. <>, murmuró.
Cuando desaparecieron por la puerta sacó el sobre de la cartera y extrajo los gráficos, les echó un rápido vistazo y los devolvió a la cartera. Entonces se dio cuenta de que no había previsto la forma en que debía abordar el asunto con su mujer.

Días atrás, Gain y Solvia se habían enredado en una de esas peleas absurdas que no llevan a ninguna parte y que se olvidan en unas pocas horas. Y todo habría quedado atrás también esta vez de no haber sido por un pelo, por un pelo del pubis para ser más preciso.
Aquella tarde, al volver del trabajo Gain se encontró en el metro con un amigo y se sentaron media hora en una terraza a tomar un par de cervezas. Cuando llegó a casa Solvia le dio el rutinario beso y le preguntó, como de ordinario, por la jornada de lucha lejos del castillo. El mismo tono y la amabilidad con que le acogía siempre, y sin embargo algo diferente en ese calco de otros días debió de percibir Gain que le hizo pensar en subir la guardia. Algo le había pasado. Pero, ¿qué? No había sido antes de que saliera de casa, ni antes de que hablara con ella por teléfono a media mañana.
Gain dejó la cartera sobre el sinfonier, se quitó la chaqueta y la guardó en el ropero del recibidor.
-El príncipe ha tenido hoy una mala tarde- informó ella-. He tenido que ponerme un poco dura. Es más terco que una mula. Está en su cuarto. ¿Por qué no hablas con él y luego cenamos?
¿Era eso, entonces?
-Ahora voy a verle- dijo.
-Y no te asustes por el moretón de la frente, no es nada.
-¿Se ha caído otra vez?
-Eso dice él. Yo no le he visto.
Sin embargo, ¿por qué estaba seguro de que, fuera cual fuese el asunto, nada tenía que ver con el chico sino sólo con él? Dios, y cómo odiaba Gain esos reproches contenidos, le sacaban de sí.
Hablaría con el chico y después con ella. Con asepsia, entrándole bien templado; lo que menos le apetecía era justo una pelea en la que llevaría todas las de perder (¿pero qué te he dicho yo, qué he hecho? ¿Es que eres imbécil? ¿A qué viene esta mierda ahora?, le diría ella).
Gain cogió la cartera y se dirigió a su despacho con el principio de un interrogatorio (que él suponía conversación) formándose en su cabeza. Después de ponerse la ropa de andar por casa entró en el cuarto del chico. Lo despachó en cinco minutos; no entendía muy bien cómo su mujer podía sulfurarse tanto por algo insignificante; él le habría dejado ver un poco más la tele y no le hubiera negado otra onza más de chocolate. Sí, estaba un poco gordo, como él mismo, pero, ¿y qué?
-Bueno. Ya está- le dijo a su mujer, que ya estaba sentada a la mesa y removía el contenido humeante de la sopera-. Es un buen chico. No deberíamos presionarle en exceso. ¿Eso es todo?
A Solvia no le pareció nada amistoso la forma en que finalizá la frase, pero respondió sin interrumpir lo que estaba haciendo, dos cazos de sopa jardinera en un plato y dos en el otro.
-¿Qué te ha dicho?
-Nada, no sé qué del chocolate y la tele. Que no has querido darle más de uno y no le has dejado ver más la otra.
Era imposible no sonreír con esa manera tan enrevesada de hablar que a veces adoptaba su marido. Así que sonrió una vez más, mirándole esta vez a los ojos.
-¿Te ha contado que ha cogido una tableta de chocolate de hacer del armario y sólo ha dejado una onza?
-Joder.
-Sin joder, querido. ¿Así que no te lo ha contado? ¿Ni que, por supuesto, no le ha dado la real gana cenar?
-Vaya.
-¿Vaya? Y tú, ¿qué le has dicho?
Gain no estaba preparado para que su mujer le interrogara a él. La sopa estaba demasiado caliente. Se quemó. Pero algo más empezaba a quemarle por dentro. Y estaba dispuesto a seguirle el juego. Y encima se ahorraría la entrada, siempre tan difícil y resbaladiza, siempre tan caprichosa.
-Nena, ¿estás enfadada con el chico o conmigo?-dijo, sin levantar la vista del plato. Con el gesto de remover la sopa con indiferencia, creyó además estar añadiendo: ¿Crees que vas a poder detener el curso normal de mi vida a tu capricho? Ni lo sueñes, querida.
-No digas bobadas. No estoy enfadada con nadie. Es que... Bueno, dejemos esto, ¿vale?
No, no quería dejarlo. Ese “es que” era un clavo al que debía agarrarse.
-Por mí... Sólo que no sé qué mosca te ha picado.
-Vale. No sé a qué mosca te refieres. Pero no deberíamos empezar. No quiero discutir. ¿Y tú, Gain, quieres discutir?
A Gain estos forcejeos ya no le estimulaban. En los primeros años de vida en común, Gain acogía las réplicas de Solvia como golpes de espuelas en las corvas. Pero ya no era un fanático de la última palabra. Así se lo había dicho ella en una ocasión. Un fanático de la última palabra. Recordarlo todavía le hacía sonreír.
Fue derecho al grano.
-Menos que tú. Así que dime por qué estás picada- insistió- y aclaramos en un minuto el asunto. Algo que yo haya podido decir o hacer sin tener conciencia de estar perjudicándote.
Ella apartó el plato e hizo un ademán de levantarse.
-Mira, no me jodas- alzó la voz.
-Qué más quisieras.
Ella le miró con odio.
-No te pases, te lo advierto –dijo muy bajo, con un cambio inesperado de voz, como si de golpe sintiera todo el cansancio y el hastío de las mil disputas habidas desde que se conocían.
Hubo un silencio. Gain se había asustado un poco. Se llevó una cucharada de sopa a los labios, sopló en ella, se la metió en la boca. Entonces la miró a los ojos.
-Vale. Sólo quiero entender lo que pasa. Porque esta mañana te he dejado la mar de bien y ahora... –dijo. Sonaba demasiado a súplica y se arrepintió enseguida-. Tranquilízate y hablemos, ¿vale? Seamos racionales.
Eso estaba mejor, de hecho estaba bastante mejor.
A ella se le habían humedecido los ojos; iba a romper a llorar.
-¿Racionales? ¡Que te den por culo! –gimió.
Se levantó con brusquedad, arrastrando hacia atrás la silla, que cayó al suelo con estrépito.
-¿Racionales? –repitio, con la voz distorsionada por el llanto-. ¡Y una mierda
La siguió con la mirada, aguantando la respiración, hasta que salió del comedor.
No contaba con esto. <>, se dijo, sin tener todas consigo. Si había pretendido cortarle en seco impresionándole, por Dios que lo había conseguido. ¿Y ahora, qué? Ahora que no la tenía delante, su ausencia confundía sus pensamientos.
Inspiró lenta, profundamente, como si fuera a darse una larga zambullida, y luego estuvo un rato contemplando la silla en el suelo. ¿Qué estaba ocurriendo? Había visto algo diferente en Solvia, estaba seguro. No podía decir qué, no era algo que él pudiera reducir a simples palabras, pero lo que fuera le hizo afirmarse en la idea de que pasaba algo. Y ella, con su tozuda reticencia, se lo ocultaba deliberadamente a medias.
¿Qué es? ¿Pero qué es? ¿Eh? ¿Se puede saber?, preguntó a la silla. Y tanto insistir, la silla le respondió, claro, volvió a oír las palabras que le había dirigido Solvia: Que te den por culo, resonaron en su cabeza.
Gain era muy cuidadoso con los objetos de la casa (se puede decir que llegaba a sufrir al ver un vaso o un plato rompiéndose; un cuadro torcido disparaba de inmediato su viejo amor de estudiante por la geometría y en particular por las lineas paralelas y corría a enderezarlo; la televisión o el equipo de música con la lucecita roja de desconexión temporal encendida le producía desasosiego y refunfuñaba contra Solvia mientras se apresuraba a apagarlas; si alguna alfombra –las de los baños o la sala, el resto de las alfombras de la casa eran demasiado gruesas y estaban siempre bien estiradas- mostraba a su vista un pliegue lo pisaba y se cercioraba de que los bordes se mantuvieran paralelos a la línea de las juntas del parqué y las baldosas).
Como si de una frágil y pálida virgen prerrafaelista se tratara, levantó la silla del suelo con delicadeza (de nada tenía la culpa, ¿qué había hecho para que la maltrataran?), la miró por delante y por detrás, por arriba y por debajo, y vió con satisfacción que seguía intacta. Esa mesa y las cuatros sillas, de preciosa madera de cerezo (¿acaso lo había olvidado ya?, eran regalo de los padres de ella. ¿Había olvidado que las cosas tienen alma, sobre todo las que siendo más cercanas te hacen mejor la vida? Como si no hubiera sido un tema de conversación recurrente y no hubieran disfrutado hablando de ello al principio, cuando empezaron su vida en común y soñaban con levantar poco a poco un hogar como se levanta un monumento. ¿No tenía entonces todo un sentido?
Tenía que decírselo, recordarle que debían volver a la esencia. ¿Cuándo se había torcido el camino? Llevaba tiempo rumiando la idea de hablar de todo eso con Solvia, pero el cansancio (el mismo cansancio que había puesto a congelar la vida sexual entre ambos) le había hecho ir aplazándolo.
La sopa se enfriaba en la mesa.
Solvia estaba en el cuarto de baño, sentada en la taza con el tejano en los tobillos y las bragas en las rodillas. Gain había esperado encontrarla en su estudio, o quizá en el cuarto donde tenían los aparatos gimnásticos, y entonces cerraría la puerta y trataría de que sólo se volviera a abrir con un armisticio y las fronteras de lo que hay que dar y lo que hay que tomar bien definidas. Pero de pronto se encontró indeciso en mitad del pasillo a oscuras, expiándola por el hueco de la puerta entornada, que Solvia había dejado esta vez menos abierta de lo habitual como una declaración. Esperó a que acabara. La vio arrancar un pedazo de papel higiénico y doblarlo en dos, ponerse en pie, llevárselo a la entrepierna y dejarlo caer en la taza. Gain contempló el bello púbico, cobrizo y espeso, con algunos mechones ensortijados del color de oro viejo, y cuando se giró para pulsar el botón de la cisterna las nalgas, prietas y aún bien ancladas al nacimiento de la espalda, el lunar justo en el arranque de la hendidura, donde antaño a él le gustaba tanto empezar sus excursiones.
¿Qué miraba? ¿Todo aquello a lo que había renunciado? ¿Cuántas mujeres menos atractivas que Solvia se cruzaban con él a diario tensando por un instante la ballesta de su deseo?
Solvia salió del cuarto de baño y dio un grito al descubrirlo allí, parado en medio de la penumbra. Como un eco, le sucedió otro grito procedente del cuarto del chico. Los gritos del chico eran su descarga neuronal, les había dicho el psicólogo al principio, como si el cerebro suspirara, no había problema, por ahora le beneficiaban, y desaparecerían algún día. Estaban acostumbrados, por eso no lo oyeron o hicieron como si no lo hubiesen oído.
-Maldita sea, me has asustado.
-¿Podemos...?
Solvia pasó por delante de él sin detenerse.
-Espera.
Cerró la puerta de la cocina con extrema suavidad, como si quisiera demostrarle que por mucho que hiciera él, ella no iba a perder los nervios.
Se había apartado un poco para dejarla pasar, y ahora permanecía apoyado en la pared con el hombro.
-Cabrona- dijo en voz baja, casi también en un susurro, pero él ya empezaba a perder la paciencia.
A veces había llegado a pensar que la odiaba, pero era un odio tan parecido a la rabia que no creía en él.
Oyó el ruido de la televisión. Mira, supuso que le quería decir ella, todo sigue su curso y tú no puedes evitarlo, ¿ves?
Fue al cuarto de baño. Sin ganas de mear, apuntó a la taza con el pene y esperó. <>, se dijo Gain, <>.
A fuerza de apretar consiguió lanzar un chorro al centro de la diana. Cuando acabó tiró de la bomba. Bien, y ahora qué. Entonces vio el pelo y se agachó a cogerlo. Era de Solvia, un ensortijado bello púbico de color castaño.
A las pocas semanas de conocerse, una noche lluviosa de invierno Gain llevaba a Solvia a su casa, en un pequeño pueblo costero a media hora de la ciudad. Tuvieron una pequeña discusión en el coche porque Solvia quería que entrase a conocer a sus padres, a quienes ya había hablado de él, y a su hermano (que aún no tenía edad para escapadas nocturnas), y Gain no. Gain se salió con la suya y no entró, y Solvia, como penitencia, le pidió que se lo volviera a hacer. A él le parecía arriesgado hacerlo allí, delante del bloque de viviendas, en la segunda de cuyas tres plantas vivía ella.
-Pueden vernos desde la ventana- dijo.
-Y qué. Sólo verán los cristales empañados- se rió ella.
-Y pensarán que lo estamos haciendo.
-O que estamos hablando, ¿no?
Ya sin la presencia de ella y mientras regresaba por la carretera de la costa, Gain notó que tenía un pelo en el fondo del cielo del paladar. La lengua no alcanzaba a atraparlo. Se introdujo el dedo índice hasta que sintió que le llegaba una arcada. Lo intentó de nuevo, lo justo para dejarlo al alcance de la punta de la lengua, que lo arrastró hasta los labios. Gain lo cogió, redujo la velocidad del coche y encendió la luz interna. Tenía forma de ocho inacabado, como el signo de infinito sin cerrar. A la luz mortecina de la lamparita del techo no se advertía en él la tonalidad del vello púbico de Solvia, que tanto le gustaba, pero sonrió feliz, porque sintió que aquello debía de querer decir algo, algo maravilloso y que sólo acababa de empezar. Temía no volver a encontrarlo si lo ponía sobre el asiento de terciopelo, o sobre la bandeja junto a la palanca de cambios, con los pañuelos de papel y las cintas de música. Por un segundo pensó en volver a dejárselo en los labios, pero finalmente paró en el arcén y lo guardó en la billetera. De todas formas no iba a ser el último, se dijo risueño mientras se ponía de nuevo en marcha Esa noche lo metió entre las páginas de “Las flores del mal”.
Gain se lo acercó a los ojos para mirarlo de más cerca. En la punta que había estado hundida bajo la piel había una microscópica excrecencia blanquecina, la raiz. No lo pensó, fue simplemente como si sus pies le llevaran sin mediar su voluntad. Abrió la puerta de la cocina.
-¿Esto es tuyo?-dijo-. ¿Vas dejando tus pelos del coño por ahí?
Fue como si otro hablara y él asistiera a la escena. Al igual que habían hecho sus pies, su boca parecía obrar también por su cuenta.
-¿Te estás quedando pelona ahí abajo?
Solvia se dio la vuelta con el cuchillo y la manzana en las manos.
-¿Qué?
Gain estiró el brazo. Ella miró su mano, los dedos índice y pulgar unidos.
-Que deberías recoger los pelos que vas dejando por ahí.
-¿Qué? –repitió.
-Tu puto pelo, joder.
Entonces se dio cuenta. ¿El cabrón era capaz de venir con un pelo a provocarla? Increíble.
-¿Te has dado cuenta de lo ridículo que eres?
-Es tu pelo.
-Qué bajo has caído.
-No tanto, comparado contigo. ¿Qué hago con él?
-Métetelo por donde te quepa.
Solvia dejó la manzana a medio comer y el cuchillo sobre la encimera de mármol.
-Es tuyo.
-¿De verdad estás hablando en serio?
-¿Me ves pinta de estar bromeando?
-Serás majadero.
Gain adivinó su movimiento y reculó hacia la puerta.
-Déjame pasar- dijo Solvia.
Gain ocupaba todo el vano.
-¿Qué haces? Venga, déjame pasar.
-Vale, pero antes hablemos.
Solvia le dio un empujón, pero él se había aferrado al marco con la mano libre y apenas se movió.
-He dicho que me dejes pasar.
-¿Podríamos hablar?
-¿Hablar?
-Hablar, sí.
-¿Hablar de tu puto pelo?
-No es mío, es tuyo.
-¿Cómo lo sabes, joder?
-¡Es tuyo!
-¡Vete a la mierda!
Solvia cerró los puños, y antes de que Gain lo viera venir alzó uno y logró apartarle de un fuerte golpe en el pecho. Salió corriendo a encerrarse con el chico.
Lo que le hizo enmudecer de sorpresa no fue el puñetazo de Solvia, el repentino dolor en la tetilla y el brazo izquierdos, punzante e intenso como si le fuera a sobrevenir un infarto. Lo que de verdad le impresionó e hizo que afluyera al instante en él una mezcla de vergüenza y perplejidad fue verla salir corriendo. ¿Presa del pánico? Había visto su mirada justo en el instante en que sintió el golpe. ¿Pero es que había llegado a provocarle pánico? ¡Dios!

Seis meses después de empezar a trabajar para los laboratorios Leica y Urmon, Gain pidió a Solvia que se casara con él. Fue un sábado por la noche, durante una cena a bordo del trasbordador que hacía la travesía entre la costa y la isla de San María, seis o siete millas mar adentro. Pasaron la noche en un hotelito con las habitaciones colgadas sobre el acantilado, y a la mañana siguiente, mientras trasegaban en la terraza el sustancioso desayuno que les habían subido a la habitación, precisaron la fecha.
Pero quién se acuerda ahora de todo eso, del paseo por las callejuelas estrechas y retorcidas del barrio pesquero cogidos de la mano, del chapuzón entre las rocas (desnudos y con apenas una toalla del hotel para secarse uno al otro, pues habiendo acabado la temporada de playa no habían previsto bañarse), del regreso la tarde de domingo, él, escrutando ensoñadoramente el mar y el contorno sin bruma de la costa, cada vez más próxima, metáfora promisoria sobre la nueva e insospechada vida a punto de llegar, mientras ella dormitaba con la cabeza sobre su pecho, rodeada por sus brazos.

Gain había analizado el pelo descubriendo que no era de él, pero tampoco de Solvia. Comparó las secuencia genéticas de ambos (caspa de él; flujo vaginal de ella –conseguido de unas bragas que encontró en el cesto de la ropa sucia la misma noche de la discusión), y no coincidieron. El descubrimiento inesperado, sin embargo, cuando descartados ella y él como propietarios ahondó en su análisis, fue que aquel pelo de pubis debía de pertenecer a un hombre, un hombre de unos cuarenta y tantos años, tirando a rubio. Prestó cierta atención a esto último, pues ya antes de casarse con ella sabía de su debilidad por los hombres con ese color de pelo.
No quería fantasear, pues estaba seguro de Solvia y de que habría una explicación estúpida y anodina para explicar la aparición del pelo púbico de un hombre rubio de unos cuarenta y tantos años en el cuarto de baño de su casa, pero no deseaba dejarlo pasar sin aclararlo. Y bien mirado, joder, la pregunta era qué hacía un pelo de las pelotas de un extraño en su cuarto de baño.
El caso es que no se le había ocurrido pensar cómo debía entrarle a Solvia sin reavivar las cenizas. ¿Qué haría ella cuando casi una semana después volviera a hablarle del pelo, cuando supiera que lo había guardado para analizarlo y así poder atribuirle un dueño?
-Pero, ¿tú estás majara o qué?- seguro que le diría, y movería la cabeza de un lado a otro, como acostumbraba a hacer, en señal de que ciertamente lo creía-. ¿De verdad me estás diciendo que te llevaste aquel jodido pelo al trabajo para ver si es mío? Eres patético.
-Espera, no saques conclusiones prematuras, ¿eh?, aquello ya acabó, ¿vale? Lo que pasa es que...- se defendería seguramente él. Pero, ¿cómo podría llegar al meollo de la cuestión sin haber provocado antes una marea de indignación en Solvia que le impidiera hablar sin pasión, digamos clínicamente del asunto? ¿Y si lo primero que le espetase fuera <>?

Salió del aparcamiento en su flamante coche familiar (el coche había sido otro motivo de fricción entre los dos. Cuando se decidieron a cambiar de coche, Solvia se empeñó en que fuera un coche pequeño, pero fue Gain quien eligió, tras varias semanas de morros y regateos, el monovolumen con el que ahora enfilaba la circunvalación de la costa. <>, en palabras de Solvia al ver el folleto que le mostró Gain la tarde en que se dirigían en su viejo coche a celebrar el último cumpleaños del chico con los abuelos, los padres de ella; <>, refunfuñó extasiada al ver el interior cuando fueron a retirarlo al concesionario).
Por delante tenía media hora de coche hasta la localidad playera donde Solvia estaría ya a la mesa (Gain miró la hora en el reloj analógico, un capricho retro del fabricante, el único objeto de la rutilante consola que no le recordaba a la N.A.S.A., y vio que pasaban unos minutos de las dos) con sus compañeros de la Asociación Literaria, que esa tarde iban a ofrecer un recital de poesía en la biblioteca municipal. Ella, por su parte, leería algunos pasajes de la última novela de Antonio Gala, y toda la lectura estaría acompañada a la guitarra. Durante el año que Solvia llevaba en la Asociación, nunca la había acompañado.
En un momento de debilidad Gain le había dicho que acudiría.
-No tienes por qué hacerlo, si no quieres. Ya sabes de qué va todo eso.
-No, de verdad, me apetece. –insistió él.
-Como quieras.
Ella iría a media mañana en el coche de una amiga y comerían allí con el resto del grupo y un miembro de la organización. Esther esperaría al chico a la salida del colegio. Si él iba podían volver juntos e ir a recogerle a casa de su hermana.
Los azules del mar y el cielo refulgían con la luz cenital del mediodía, y sin embargo declinaban hasta presagiar tormenta al atravesar las lunetas tintadas. Gain había regulado la temperatura del interior hasta unos agradables veinte grados y ahora se dispuso a seleccionar alguno de la docena de cedés insertados en el equipo musical instalado en el maletero. En la pantalla del ordenador fueron apareciendo en rápida sucesión Mozart, los Rolling, Vangelis, Bach, Tete Monteliu, Los charchaleros, Chet Baker... Chet Baker, y empezó a sonar una sedosa trompeta.

Pensó en Solvia, toda la mañana en muy edificante y poética compañía. ¿Apagarían las luces del salón de actos para que lucieran los encendedores? ¿Los balancearían con suavidad de un lado a otro como si estuvieran en un concierto de Silvio Rodríguez? ¿Sentirían, hombro con hombro, tanta emoción que una lengua de fuego iría a posarse sobre sus cabezas para hermanarles mostrándoles el recto camino de la salvación poética?
Se imaginó a Solvia saliendo al estrado, Solvia aclarándose la garganta (estaba acostumbrado a oirla recitar en casa, a leer cualquier cosa en voz alta, en una ocasión un prospecto médico de supositorios), Solvia dando las buenas tardes, dirigiendo su mirada a las personas más próximas, donde estaría segura de no encontrarle.
Y luego, de pronto, tan claro que se asustó un poco, se imaginó que él ya no existía, que llevaba años muerto. Y a continuación, en el mismo estrado, a Solvia, declamando mientras mira al público y a ratos sonríe. En la penumbra se balancean las pequeñas llamas de los encendedores, de un lado a otro, de un lado a otro. Y entre todos los que sostienen su encendedor en alto, alguien, le devuelve la sonrisa y trata de llamar su atención, sube y baja la llama, de abajo arriba, de arriba abajo.
(1) Nota del editor
De un pelo a otro
(Relato inédito)
Asdrúbal Hernández

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